Medio pan y un libro: la resistencia cultural en tiempos de neofascismo
LORCA
Federico García Lorca, un maravilloso y siempre joven andaluz -que para lamento de algunos de nosotros, los fascistas le mataron antes de llegar a la madurez-, en su alocución de 1931 con motivo de la inauguración de la Biblioteca de Fuente Vaqueros (su pueblo), no solo nos dejó un hermoso discurso, sino todo un alegato, que muy bien podría haber sido esbozado en los pasillos de aquella modernidad que buscaba, y aún busca, medir la vitalidad cultural como necesidad y resistencia. Aquí, en los entresijos de las palabras de Lorca, se revela una pasión visceral por esta idea sobre la cultura que logra ser concebida como tejido social.
Lorca nos ofreció en su discurso una imagen que late con la urgencia de lo esencial: “No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro”. En estas líneas, la distinción entre cuerpo y espíritu se diluye; lo fisiológico y lo intelectual se entrelazan en un acto de desafío contra la reducción del ser humano a mera máquina productiva, a un troquelado para la producción. En ese gesto se encuentra la semilla de lo que define a una sociedad avanzada, toda vez que humanizada.
Cuando el poeta de la Generación del 27 recuerda la angustia de quien para él era el verdadero padre de la Revolución Rusa, Dostoievski, en Siberia —“¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!”—, uno casi puede escuchar el eco de las reflexiones contemporáneas, donde la carencia de saber se expone como una herida abierta, una enfermedad crónica que consume a las comunidades desde adentro. La ignorancia, al igual que el hambre, es un mal que ataca con una persistencia que las cifras económicas no alcanzan a curar.
El dramaturgo, con la fuerza de quien conoce la tierra y sus silencios, nos advierte: “Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social”. Este es un pensamiento que podría desmenuzarse en un ensayo sobre cómo la modernidad ha confinado el conocimiento a un nicho elitista, dejando a las masas con un simulacro de información.
La biblioteca que García Lorca inaugura no es un simple espacio, es una declaración y una propuesta de proporciones geológicas: la cultura es resistencia. Aquí, su idea del libro como antídoto contra la opresión y la indiferencia se despliega con toda su contundencia. Esta idea puede ilustrar cómo la lenta erosión de los valores colectivos encuentra en los libros, esos aliados silenciosos, el andamiaje espiritual de una comunidad.
“¡Libros! ¡Libros! Esa palabra mágica que equivale a decir: amor, amor”, exclama Federico. Y es en esa mágica repitencia donde encontramos una respuesta a la crisis contemporánea: la alienación del ser humano en un mundo donde la información abunda, pero la sabiduría escasea. La promesa de la biblioteca es, entonces, mucho más que acceso a la lectura; es un acto de justicia.
Porque Lorca nos recuerda que una sociedad verdaderamente sana, o saludable, no se construye solo con pan, sino con la capacidad de imaginar, de pensar y de cuestionar. La salud “civilizada”, digamos, o aquella que late en los ensayos y crónicas de nuestros días, empieza con un libro en las manos y una mente dispuesta a recorrer nuevos caminos.
Estamos en un momento que reclama, con la misma urgencia de Lorca hace casi un siglo, un retorno a la cultura como herramienta de liberación y construcción social. Recientemente, el espectro neofascista ha cruzado las puertas de uno de los bastiones más poderosos del mundo: Estados Unidos, un país que ha permitido que el desprecio hacia la cultura y la lectura germine, con raíces tan profundas que hoy día ya no sólo erosionan el paisaje intelectual de Washigton, sino el tejido mismo de la democracia del mundo.
Este ascenso al poder de fuerzas que apuestan a la ignorancia colectiva, y el discurso del miedo, es un recordatorio de lo que sucede cuando la lectura y la reflexión son arrinconadas en la periferia. Aquí, como en aquellos pueblos despojados de la cultura de los que habla Lorca, la modernidad parece haberse apropiado de una sociedad cuya salud “civilizada” está en peligro.
Lorca nos alertó de que la cultura es resistencia y de que, sin acceso al conocimiento, el ser humano se convierte en una herramienta, no en un ciudadano. La reciente elección nos enfrenta a las consecuencias de vivir en una sociedad sin el andamiaje de la educación profunda y la lectura crítica, un espacio que hoy se enfrenta al neofascismo como a un cáncer social. Cuando la cultura se desprecia, lo que entra en crisis es la humanidad misma, y lo que se resquebraja es esa posibilidad de pensar y cuestionar en lugar de obedecer sin matices.
La salud de una sociedad civilizada depende de su capacidad para imaginar y cuestionar, para evitar caer en los hoyos negros de la ignorancia. Lorca lo entendía; por eso su grito en Fuente Vaqueros resuena hoy más que nunca. Defender la lectura es defender el espíritu mismo de la democracia, un acto de resistencia frente al abismo. Es, en suma, un acto de justicia, una lucha por preservar lo que nos hace realmente humanos.