Menorragia
«La mujer común es tan común como una tormenta.»
—Judy Grahn
Ahora mismo, mientras reproduzco el estado de flujo de efectivo de la corporación, ella permanece de pie frente a mí, vistiendo un pantalón blanco teñido de carmesí en el triángulo frontal. Paso lista de su ropa sobria, de su blusa anticuada y los zapatos grises. Con sorpresa descubro que su calzado y el mío son los mismos. Gris charol, con un diseño de mariposa y tacón cuadrado. Si no fuera porque estos que llevo puestos son un regalo de mi ex, hubiera sospechado que Ana me imita, que me sigue cuando voy de compras a las tiendas, que intenta duplicarme en su paupérrimo reflejo. Yo, un ejemplar original, y ella uno de segunda categoría, sacado de una muy mala y muy barata máquina copiadora. Por supuesto, nos distancia la mancha. Aquella tacha no puede ser otra cosa más que flujo menstrual. Bajo circunstancias normales le diría algo, le advertiría. Como mínimo le preguntaría si se ha dado cuenta. Pero esta chica apenas habla, apenas saluda, apenas confraterniza. Existen rumores sobre ella, que corren toda la oficina, de que es una antisocial. Ana es bien extraña.
Sin embargo, no siempre fue así. Antes saludaba, hacía chistes, participaba de los jolgorios internos… ¿Qué evento puede hacer cambiar la personalidad de ese modo? Divago un poco y no puedo evitar pensar en el pasado encuentro con Roberto, mi ex, un pendejo cavernícola, odiador-empedernido-de-condones al que le debo muy precisamente que en estos momentos me encuentre atrasada. Atrasada y preocupada, que ya estoy pasadita de los cuarenta. Además, él ya no está en mi vida, rompimos dada su insistencia de no involucrarnos en un rollo de oficina. No le gustan dizque los romances con compañeras de trabajo, cosa que irónicamente no le impidió meterse conmigo. ¡Bandido de mierda! La última salida ha sido un “ups” con falsos indicios de reconciliación, que de seguro, yo he malinterpretado. El fogueo del momento lo hizo no contenerse. “No te vengas adentro, coño”, le dije, pero ya era muy, muy tarde.
Termino por fotocopiar la información complementaria, las notas y los anejos, y doy otra mirada, esta vez de intransigencia al rostro de Ana, a ver si se da cuenta de la situación tan incómoda en que me coloca. A mí y al resto de los trabajadores, porque al no reparar en su precaria situación, permite que todos nos expongamos a este embarazoso escenario.
Y en efecto, se hace la desentendida. Comienza a utilizar la máquina de fotocopiar, y luego se pasea por las oficinas, entra y sale del ascensor, sube y baja las escaleras, va y se sirve café, camina y llega hasta la fuente de agua, se sienta y se para de su escritorio, y todo lo realiza con la exhibición ostentosa de su suciedad roja. Al salir del trabajo esa tarde, distingo a Ana que camina calle abajo, para tomar el autobús. Así va, sin disimular su problema.
Al siguiente día, noto que Ana llega a las 8:02 de la mañana, con una falda azul turquesa salpicada de rojo en la parte de enfrente y también en la de atrás. Camina hasta el ponchador y digitaliza su tarjeta de asistencia, se sienta en su escritorio, se levanta una hora más tarde, toma agua, bebe café, no habla con nadie, no le responde a nadie. Cuando coincidimos en el pasillo, le hago señas de que mire su indumentaria. Por toda respuesta, ella voltea el rostro. A la hora del almuerzo, escucho que uno de los chicos del área de computadoras le llama la atención sobre su falda. Ana baja la vista hasta donde está la forma asimétrica colorada, vuelve a levantar el rostro y sigue su camino.
Ya para las tres de la tarde se ha regado como pólvora el que Ana no contesta siquiera su extensión telefónica cuando suena. Hago la prueba y la llamo yo, y desde el cubículo en el que estoy sentada, espío a la muchacha. Me doy perfecta cuenta de que ignora la llamada, no hace caso del teléfono, no lo responde. No puedo evitar comparar su cabellera castaña risada como la mía, sus hombros cuadrados como los míos, la estatura muy similar también, a pesar de que ahora se encuentra sentada. Su compañera de al lado le indica que atienda el timbre, que la llaman, pero Ana la mira largo rato y luego regresa su atención a teclear en el ordenador sin hacer el menor caso. Ahí están de nuevo sus zapatos grises, misma marca y mismo modelo.
A mitad de semana comenzamos a darnos cuenta de que la tapa del baño de damas de nuestro piso, se encuentra manchada con sangre. Alguien denuncia el asunto al departamento de mantenimiento. Limpian el entuerto pero al rato vuelven a encontrarse incluso coágulos sobre ella. Mi jefa hace el comentario de que interrogaron a Ana, sin acusarla directamente del acto. La muchacha se mantuvo observando los rostros del Director de Recursos Humanos y de la Gerente General durante toda la sesión de preguntas, sin contestar. Antes de que termine el día, marco la extensión de Gutiérrez, coordinadora en el departamento de Mercadeo, y le suelto:
—Bueno, pero ¿y qué se cree esta mocosa? ¿Qué le pasa?
—Perdió los tornillos, todos los que le quedaban. —afloja ella.
—¿Qué crees que haya sido el detonante?
—¿Se necesita más? Se hartó.
—¿De qué?
—¿Cómo de qué? Lleva años en el mismo puesto pendejo de asistente, no nos aumentan el sueldo hace un lustro, su jefe es un troglodita mitómano de lo peor, que le cancela sus vacaciones, que le grita, que se puso intransigente con ella cuando la mamá se le enfermó y ella pidió unos días de licencia. Óyeme, poco pasa aquí.
—Sí pero eso no le da derecho…
—Parece que sí le da derecho. ¿Tú de parte de quién estás?
—Espera, no sabía que había que ponerse de parte de alguien. Lo que quiero decir, es que yo no andaría por ahí mostrando mis trapos manchados de regla solo porque no soy feliz.
—Esa eres tú, Victoria. No todos reaccionan igual. Además, lo último que le pasó a Ana no tiene nombre.
—¿Qué le pasó?
Gutiérrez baja el tono de voz y me cuenta algo, pero no la escucho bien. Le pregunto que qué dice, y en ese momento alega que su jefa la necesita, que me cuenta más tarde. Como ya va siendo la hora de salida me levanto y recojo mis cosas. Camino hacia el elevador y noto que varios compañeros de trabajo miran anonadados las paredes. Están pintadas de sangre, con obvias marcas de dedos y una mano como autores primarios. No solo las paredes, también el botón obturador del ascensor, tanto del que sube, como del que baja.
El jueves las compañeras de trabajo lo discuten en el merendero. ¿Es una denuncia, —se preguntan— un boicot? ¿O simplemente está loca Ana?, me cuestiono yo. A Gutiérrez la he tratado de llamar tres veces y no me contesta. Camino hasta su cubículo y no la encuentro. Alguien menciona que tienen a Ana encerrada en la oficina de Recursos Humanos. Esa mañana ha llegado de nuevo con la ropa manchada de menstruo. La recepcionista comenta algo sobre una condición de salud que el plan médico no le cubre, y que esa es la razón de la “protesta”. El artista gráfico dice que la acción de Ana es digna de aplaudirse, y añade: “¡No a la opresión laboral!” mientras levanta el puño. La muchacha de servicio al cliente censura el asunto, argumenta que todo el planeta se ha vuelto loco.
El cristal de la puerta que divide la recepción del resto de las oficinas está manchado con sangre, más bien con unos círculos concéntricos en espiral. Alegan que la recepcionista vio quien lo hizo, pero que no quiere soltar prenda. No se sabe si por temor o solidaridad.
Me quedo observando con sumo cuidado la extensión transparente cubierta de las figuras circulares. Una de ellas se parece a los soles incluidos en el Sternennacht de Vincent van Gogh. Las estrellas-novas-soles que originalmente pintara el maestro, son ahora esferas escarlatas con un núcleo carmín oscuro en el centro. El espiral dibujado termina justo en donde lo dejó el dedo ensangrentado que fungiera como pincel. Incluso la luna es un pedazo elíptico bermejo en esta nueva versión del cuadro.
La gerencia hace un anuncio vía correo electrónico a todos los empleados. Habrá una reunión general en el anfiteatro para dilucidar algunos puntos concernientes a los sucesos de los últimos días. Se convoca a que todos asistan a las 3:30 p.m.
Un poco antes de la reunión, en el momento en que la gran mayoría se moviliza hacia donde nos han emplazado, varios practicantes notan que algunos escritorios, sillas, ciertas impresoras y hasta tres computadoras han sido marcados por la distintiva mancha. La gota que colma la copa es el anuncio que vitorea Gutiérrez: “¡La nevera ha sido menstruada!”. Y en efecto, quienes llegan hasta el merendero y abren la puerta de la nevera testifican que la manija, la puerta —por fuera y por dentro—, varios envases plásticos en los que se almacenan comidas —afuera y adentro— han pasado a formar parte de la galería de desperdicios estropeados con líquido intrauterino endometrial.
—Nunca me terminaste de contar qué fue lo que a final de cuentas le pasó a Ana. —cuestiono a Gutiérrez, halándola por el brazo mientras ambas entramos al anfiteatro. En susurro contesta:
—Es un rumor, no hay nada confirmado así que ni lo repitas. Pero dicen que sufrió acoso sexual de parte del hijo de puta de su supervisor…
—¿De Roberto?
—El mismito. Y que supuestamente quedó embarazada, y que perdió el bebé, tuvo una complicación, adquirió un padecimiento de menorragia por lo que lleva meses menstruando y que encima, el plan médico patronal no le cubre más medicamentos ni tratamientos porque ha llegado al tope.
Quedo de una pieza y absorta tomo asiento. Estoy a punto de gritar desesperada “¡Roberto canto de cabrón!”, pero en ese momento da inicio la reunión. Guardo silencio. Me quedo muda y escucho todo abstraída, a lo lejos, sin entender. Habla la Gerente General, habla también el de Recursos Humanos. Nos presentan a dos psicólogas industriales que se especializan en casos de entornos laborales difíciles. Se nos explica que la oficina será desinfectada por una compañía esterilizadora de mucha experiencia, y que esperan que todo vuelva a la normalidad en pocos días. Explican que se había contratado a un perito forense que se dio a la tarea de identificar el ADN de quien fuera responsable por arruinar la propiedad privada perteneciente al patrono. Se nos pide que no hagamos caso a los rumores de acoso sexual en contra de un supervisor y que mucho menos prestemos credibilidad a los cuchicheos de que la sangre menstrual recolectada pertenece a más de una persona. Añade pues, que también han despedido sumariamente a Ana.
Me excuso para ir al baño y vomito. Mareada miro al espejo y evaluó la no tan lejana posibilidad de que quizás estoy preñada del miserable más desgraciado de la historia universal. Otro retortijón estomacal me manda de vuelta al inodoro y defeco. Antes de bajar la cadena observo el excremento. Recojo lo que puedo utilizando como herramienta el cartón inservible de un rollo de papel sanitario que rescato del zafacón. Miro mis pies. Me percato que hoy he vuelto a repetir los charoles grises y me los quito. Salgo descalza; en una mano llevo el par de zapatos y en la otra la montaña de excreta sobre el cartón. Me detengo ante la oficina de Roberto, que está cerrada. Deposito el calzado en el suelo, les dejo caer algunos mojones encima, y allí mismo, sobre la puerta de madera, exhibo mis dotes pictóricos con la materia prima evacuada. Son trazos elípticos y circulares que dibujan una versión criollizada de un pinocho con la nariz bien larga.