Pablo Delano, la Biennale de Venecia y Puerto Rico
I. Pablo Delano
Tómese, al azar, una fotografía, cualquiera, de Pablo Delano. (Por ejemplo, la de aquí arriba). Comprobará la puntillosa atención a la composición, la impecabilidad de sus estructuras: encuadre formal, unidad del color, repetición y contrastes de formas. La imagen proviene del “mundo real”, pero el ojo de Delano torna esa realidad en una composición que muy bien pudo haber sido realizada por un pintor holandés del siglo XVII.
Ojear los libros de Delano, como In Trinidad (2008) y Hartford Seen (2020), es constatar la inteligencia de nuestro artista para componer el “mundo real” en una imagen fotográfica. Invariablemente, sus obras revelan una mirada atenta, el reconocimiento de la belleza y la nobleza de la cotidianidad que el artista ofrece para nuestro reconocimiento, nuestra apreciación estética, nuestra crítica.
No debería extrañar, entonces, que Delano nos entregue esa misma mirada y compromiso estético al apropiar y trabajar las imágenes de otras personas. Tal es el caso de esa imprescindible obra en el canon del arte puertorriqueño, su Museum of the Old Colony (2016-2024). Ninguno de los materiales que la componen son producto del artista. Se trata de una recolección, un archivo de imágenes, textos y objetos de otros, que Delano ha trocado en suyos al reunirlos en una instalación. En esta, muestra todas las particularidades de sus fotografías, su atención meticulosa a la composición y, apropiadamente, a las ideas que puede estimular.
Por tratarse de una obra de denuncia anticolonial, Delano asume la posición del “observador objetivo” que rehúye discursos estáticos impuestos. En vez, organiza su diversidad de imágenes, textos y objetos en un formato estrictamente clásico, con un balance formal simétrico (tan propio de los museos tradicionales), para que todo el horror, el abuso, la injusticia y la indignación ante la violencia sea labor de descubrimiento de los espectadores. Evidentemente, una estrategia descolonizadora.
Delano, con esta pieza, “no ha expresado nada”. Su tarea se ha circunscrito a recolectar elementos históricos disponibles a toda la comunidad. De hecho, cualquier otra persona pudo haber realizado la misma tarea. Pero Delano no es “cualquier otra persona”. Su selección ostenta la misma precisión de sus composiciones fotográficas, al igual que su organización tan museística del espacio de exposición. Por ello, lo que muy bien pudo ser un ensayo antropológico, una investigación historiográfica, aquí deviene en ARTE.
En sus fotografías, Delano demuestra suma pulcritud al presentar una pluralidad de información ante la que los espectadores quedamos en la tarea de atar cabos. En el Museum of the Old Colony su estrategia es similar. Por su extensión y variedad, la instalación está dividida en secciones. La organización de imágenes y objetos en cada espacio es escrupulosa; la curaduría, impecable; los estímulos a la imaginación, abundantes. Por ejemplo, una figurita de una blanca Venus en el baño acompaña tres fotos de mujeres puertorriqueñas lavando ropa en el río; una pieza de artesanía realizada con coco es colocada junto a fotos de estadounidenses tomando agua de coco servida por puertorriqueños desnudos. En el escritorio que está al centro en la instalación –escritorio que igualmente puede funcionar como pieza independiente– un tarro con el texto “Little White Lies” y una carta de colores con gradaciones del marrón, entre tantos otros objetos, apuntan hacia la ideología racista del colonizador. Todos estos elementos aparecen como refuerzo de otras imágenes y textos en los que el racismo es punto de apoyo obligatorio para el proyecto colonial.
En 1991, en su visita a la Universidad de Puerto Rico, el escritor Edward W. Said comentó parecerle un error la ausencia de un programa de Estudios Estadounidenses, bajo la premisa de que es imprescindible conocer el pensamiento del invasor. Pues bien, la instalación de Delano es un paso decisivo en esa dirección. El gran poder de su “museo” radica, sobre todo, en el hecho de que ha escogido objetos producidos por estadounidenses y sus subordinados coloniales. Cada imagen, texto y objeto en la muestra produce, por tanto, un autorretrato del colonizador. El invasor se muestra a sí mismo en toda su prepotencia racista, explotadora, violenta. Como puertorriqueño, Delano no se ve forzado a denunciar la vileza del invasor: el expoliador mismo muestra, ostentosamente, su envilecimiento. No sorprende que esta pieza sea tan dura de observar para los estadounidenses, quienes siempre se han concebido como guardianes de la democracia y la libertad mundial. Aquí se revelan como lo que verdaderamente son: explotadores que imponen sobre un pueblo las mismas reglas abusivas por las cuales otrora se independizaron de los británicos. El Museum of the Old Colony es un ataque frontal a la hipocresía del discurso nacionalista estadounidense.
La profusión de información acumulada en la instalación es otro acierto del artista. Así, destruye el argumento, demasiadas veces esgrimido, de las denuncias al imperialismo estadounidense como una “exageración”, “invento de la izquierda marxista”, “complot comunista”. La cuantía de evidencia fidedigna desplegada en la instalación es aplastante. El imperialismo es un hecho concreto: cada espectador llega a esta conclusión al enlazar los componentes de la instalación. Se trata de un ejercicio que, en observadores de sensibilidad, solamente puede trocarse en ira. Porque, si algún efecto produce este trabajo, es provocar la indignación, la impaciencia, la furia, ante este inventario de violencias e injusticias. ¿Quién puede permanecer impávido ante esas imágenes de niños desnudos junto a textos con burlas racistas? ¿Ante imágenes de estadounidenses blancos solazándose con la depredación y la indigencia producida por ellos en el país? ¿Cómo no indignarse ante la abrumadora evidencia de que la violencia oficial está mayormente dirigida hacia las mujeres? ¿Cómo mantenerse indiferente ante el sometimiento de una población a la militarización y el establecimiento de un estado policíaco, en aras de garantizar la explotación colonial? ¿Cómo no reconocer, a nivel global, las duras luchas de trabajadores y estudiantes recogidas por Delano al final de su instalación? ¿Los reclamos por la protección del ambiente frente a la especulación mercantilista? No existe ser humano sensible que pueda evitar reconocerse en esas imágenes. Se repiten por todo el globo y, a juzgar por sus reacciones a la obra, quienes visitan la Biennale así lo reconocen. “Eventualmente”, sentenció alguna vez el artista Adál Maldonado, “todo el mundo será puertorriqueño”. Ese tiempo, definitivamente, es hoy.
II. La Biennale 2024
De la curaduría que el brasileño Adriano Pedrosa realizó para el Pabellón Central de la Biennale, salta a la vista la presencia considerable de obras que provienen de Latinoamérica, África, el Medio Oriente y Asia, habitualmente ausentes en estas exposiciones “internacionales”. En su curaduría, titulada Extranjeros por todas partes, el margen asume el centro. Pinturas abstractas comparten espacio con textiles del mismo estilo, sin jerarquizaciones. Imágenes de sexualidad no heteronormativa se manifiestan sin interdicciones. Una notable cantidad de pinturas muestran fiestas comunitarias celebradas en un ambiente natural. Las representaciones pictóricas de estas celebraciones populares, sean de origen religioso o histórico, han sido realizadas por miembros de esas comunidades: la visión es desde adentro. Invariablemente, muestran un sentido de unidad, de formalidad, de profunda estima por la gente y el mundo natural en el que moran. Son imágenes en las que la acción y presencia humanas en modo alguno degradan o violentan la naturaleza; más bien, la complementan. Para decirlo de otro modo, estas imágenes impugnan la visión de mundo del capitalismo global. En ellas no operan las lógicas de la mercancía. Son críticas producidas por individuos y grupos, en las que se repudia todo aquello prescrito por el capitalismo que necesita transformarnos en consumidores, en vez de creadores. Manifiestan la mirada de artistas que asumen su trabajo sin desesperanzas, sin cinismos, sin derrotas.
Tal arte ofrece un gran contraste en el contexto de la Biennale, pues ninguno de estos artistas apadrinaría una labor tan agria como, por ejemplo, la de Ersan Mondtag en el pabellón de Alemania. Mondtag ha anulado la entrada al pabellón con una descarga de escombros, y en su instalación interior ofrece un agobiante retrato de su país. En contraste con tal penuria –y ostentación de su privilegio–, las imágenes provenientes de Colombia, Guatemala o Haití, realizadas de espalda al canon, esas que observadores prejuiciados califican de “naíf”, tildadas de “inferiores” desde el poder de los patronos de Occidente, ofrecen una visión de mundo muy distinta, en la que la certidumbre y la potencia de la comunidad se manifiestan sin trabas. Verdaderamente, provienen de otro mundo. Son una contestación contundente a la alienación, la reificación que define la existencia en el capitalismo global. Quizás sea la sala dedicada a los hermanos Philomé y Sénèque Obin de Haití la más conmovedora de toda la muestra, por la inesperada presencia de sus pinturas en ese santuario del arte occidental que es el Pabellón Central del Giardini. En sus imágenes, los Obin afirman los excepcionales logros de la primera república del continente americano, logros que le ha costado al pueblo haitiano horrores interminables. Tal testimonio de indocilidad en el contexto de una muestra cuya tradición y prestigio exigen “calidad”, definida desde el excluyente canon occidental, no es menos que una temeridad del curador. Una bella insolencia.
Por la presencia de tanto arte anticapitalista en el Pabellón Central es que resulta perturbador, sobrecogedor, que justo en el medio de todo ello, Pedrosa haya colocado la instalación de Delano. El Museum of the Old Colony ocupa el espacio central del edificio. Es la única pieza en un lugar privilegiado, al que se accede por escaleras en sus cuatro extremos, que efectivamente la aíslan del resto de la exposición. Pintada de un azul marina de guerra, incluso las entradas y todo su techo, el Museum of the Old Colony es, en el contexto de toda la exposición, la pieza ancla del argumento curatorial. La instalación de Delano evidencia cómo el imperialismo trastoca, adultera, desarticula los valores culturales, sociales, económicos de una comunidad en desventaja respecto a sus invasores y explotadores. En la curaduría de Pedrosa, Puerto Rico funge como summa de los desastres del capitalismo, aquello en lo que podrían degradarse las sociedades representadas en las otras obras expuestas en el pabellón. Este hecho provoca una gran desazón, una gran molestia. Bienvenida sea. Porque si algo nos advierte la obra de Delano, es que el inevitable desenlace de la colonización es la muerte; que la aquiescencia de una sociedad a su explotación es suicida; que la resistencia a la injusticia es un deber insoslayable.
III. Puerto Rico
En la sección central del Museum of the Old Colony, nos encontramos con el rostro de Lolita Lebrón junto al de la Estatua de la Libertad cuando fue intervenido en 1977 con la bandera de Puerto Rico. De este modo, Delano celebra las acciones asertivas de aquellos puertorriqueños que, desde su espacio en los Estados Unidos, ejemplarmente han sabido defender su derecho a la dignidad. Incluye, igualmente, fotografías de militantes independentistas atacados por las fuerzas armadas estadounidenses y la Policía de Puerto Rico en varios momentos de los siglos XX y XXI. La cantidad y recurrencia de estas imágenes es un acierto, pues no dejan duda alguna de que la colonia se mantiene por la violencia que ejerce USA contra nuestra población desde la invasión de 1898.
Como toda opresión, la de los puertorriqueños se alimenta de su complicidad. Si, por un lado, la instalación celebra las acciones de quienes se resisten al coloniaje, por el otro, algunos de sus materiales delatan esa dolorosa otra cara del estado colonial: la miseria moral de quienes, sin resistencia, asumen su subordinación. Entre las imágenes escogidas por el artista, se cuelan pistas del menosprecio con el que en nuestro país se maltrata a las minorías que protestan; de aquellos que aplauden las agresiones a los estudiantes y trabajadores que luchan por una vida justa; de la inexplicable cantidad de ciudadanos que cada cuatro años se lanzan al barranco del fraude electoral, mientras tildan de “terroristas” a personas que en otros lugares indiscutiblemente serían héroes nacionales. Este es, penosamente, el país de quienes se someten a ser administrados por la Junta de Control Fiscal, por mucho uno de los mayores ataques a la democracia que hemos experimentado desde los primeros años de la invasión. El país en el que al artista que osa mostrar el rostro de Lolita Lebrón en una obra se le invita a suprimirla para “no…tener problemas con el gobierno federal o el gobernador y los que dan los fondos”. El país de la represión, de la censura consentida, de la insolidaridad, del asentimiento a la dependencia: ese y ningún otro, es nuestro Puerto Rico. Qué pasa con los puertorriqueños que no se rebelan.
Pero, el rostro de Lolita Lebrón, rostro proscrito en su tierra, rostro de la heroína tildada de terrorista… ese rostro luminoso hoy ennoblece el Pabellón Central de la Biennale de Venecia. Llega allí gracias a una hermosa contingencia: el curador Pedrosa, sin previo aviso, visitó el Museo de Arte Contemporáneo de Puerto Rico, donde la pieza de Delano estaba en exhibición. En su selección para la Biennale, por tanto, no mediaron influencias, pagos o peticiones. La obra llegó a Venecia únicamente por su significativa potencia. Este hecho apuntala una verdad: nos apremia la exposición permanente de nuestras colecciones para el beneficio de tanto espectadores como artistas. Imposible crecer cuando nuestra producción permanece secuestrada en almacenes.
Sabido es que a Puerto Rico no se le reconoce en el mundo como país. En consecuencia, nuestra participación en foros internacionales es prácticamente nula. Por ello, la presencia de un artista puertorriqueño en la Biennale es un logro verdaderamente histórico. No obstante, mientras no nos resolvamos a ocupar nuestro legítimo espacio entre las naciones del mundo, esa presencia difícilmente se repetirá. Esa es una responsabilidad que le corresponde no solamente a los artistas, sino a la nación completa. Los puertorriqueños estamos listos para ocupar nuestro espacio en el globo. Solamente nos falta quererlo. Atrevernos.
En el Pabellón de USA, esta edición de la Biennale le fue asignada al artista Jeffrey Gibson, de ascendencia cheroqui y miembro de los amerindios choctaw. En una de sus piezas, un busto titulado Be Some Body (2024), la figura luce al cuello un prendedor con un texto que lee: “IF WE SETTLE FOR WHAT THEY’RE GIVING US…WE DESERVE WHAT WE GET!”. Esa aserción describe exactamente la infame situación de los puertorriqueños. ¿Cuándo diremos basta?