Para rellenar el hueco del origen, de dios, solo un signo: Alejandra
Explorando el Mosaico Poético de Alejandra Pizarnik
Leticia Franqui nos guía en un análisis profundo de la poesía de Alejandra Pizarnik, explorando las distintas capas y matices de su obra, desde la introspección hasta la conexión con la modernidad y la influencia de otros poetas.

La poeta Alejandra Pizarnick, 1936-72.
“¡Cuán frecuente es ver en esa luz de
las palabras que la muerte
imaginada, amada se diría, como el
punto final de una plenitud”
Yves Bonnefoy
Stephane Mallarmé había afirmado a finales del siglo XIX que “el mundo estaba hecho para desembocar en un libro y que todo lo existente tenía esa finalidad última” (Trad. Libre)[1]. En la década del sesenta en el marco de una efervescencia teórica incomparable, Roland Barthes sentenciaba a su vez que “el autor había muerto”. El más provocador de los estructuralistas hiperbolizaba el formalismo de Paul Valéry[i]. Sostenía que la poética de Mallarmé lo que perseguía era la supresión del autor. Esto, a su vez, era de beneficio para la escritura y le daba, finalmente, su lugar al lector. El semiólogo concedía casi una autonomía total al texto literario. Preconizaba una lectura inmanente que no buscara en ese nombre del “autor(a)” o en su biografía, la “autoridad” última, casi divina e incuestionable del sentido de la obra.[ii] En la red semántica de un texto, las pasiones, los sentimientos de quien escribe se disipaban, eran meros azares. El peso del objeto literario se ataba a su polisemia intrínseca y a su irreductibilidad, el(la) escritor(a) era entonces un ensamblador, un “écrivant” relegado a un origen, extirpado de la vida futura de la creación. Barthes aseguraba que la cercanía con la obra le impedía, incluso, ver el cuadro en su totalidad.[2] Por el camino nos descubrió el artificio del pequeño dios de las ficciones – la voz omnisciente y omnipresente del narrador- desveló su facticidad y lo anudó en la convención realista y burguesa de los signos.
No obstante, el horizonte barthesiano, ya había mostrado en “El grado cero de la escritura” la lengua literaria como forma por la cual pasan los mitos, la historia, la literatura, el sueño, los órdenes sociales, el poder y la mitología individual. Ovillaba y destejía paradójicamente, la cátedra que inauguró Paul Valéry en el Colegio de Francia quien “ya había decidido que el contenido del poema, que con demasiada facilidad (…) se indicaba como el grito verdadero del sufrimiento o el presentimiento de los secretos del ser, no era más que un elemento a fin de cuentas formal dentro de una combinatoria y que no es válido sino casi desapareciendo detrás de la ley de las palabras revelada.” (Bonnefoy 19). Aunque Barthes llevara las máximas de Valéry y la exploración formalista “al extremo de deconstruir “el efecto de una presencia en sí y la ilusión de lucidez, de control que embarga a los escritores en su momento de invención{..) llegara a pensar que todo lenguaje es un orden , todo orden una opresión, y por consiguiente toda palabra (…) un instrumento que utiliza un poder” al final de su vida “fue un escritor traspasado por la sensación de que la literatura es una conciencia” (Bonnefoy 20). Hoy a más de medio siglo de la desaparición última y definitiva de la autora de “Sólo un nombre”, lectora voraz e inconfesa del teórico y en el aniversario de un natalicio difícil por la muerte trágica, la consigna del afamado estructuralista, sus vacilaciones e indagaciones nos resultan particularmente pertinentes[3]. Ello por la ironía poética que adquieren en la apasionada argentina, Alejandra Pizarnik. En esa escritora que se plantó frente a sí misma como un significante más en su obra mientras nos cosía una biografía como sustancia agónica de un signo, de la lengua que alguna vez también nos dijo Mallarmé, dio a luz a Dios.
Flora Alejandra Pizarnik, de quien se ha dicho es quizá la última poeta maldita, es una de las voces que más ha reflexionado sobre la escritura en su relación simbólica con el yo y el mundo. Dos faenas parecen atadas a su obra singular. Por un lado, la extracción de imágenes de la realidad exterior para crear un mundo íntimo que en su terrible vacío esencial es gemelo del concreto. Por el otro, el desvelamiento del lenguaje como máscara de la nada inmanente del universo, de la membrana polimorfa que es su propio ser. La falacia patética o el antropomorfismo que desde los griegos hasta los realistas-naturalistas, representaba al mundo inanimado con empatías por las venturas o desventuras humanas o lo cargaba de resonancias de vida, le sirve a Pizarnik para multiplicar el agujero constitutivo de su primera persona singular. En su poesía los significantes, aunque desplegados ritualmente -como símbolos-, no evocan un tiempo primigenio donde nace lo creado a través de la palabra de un dios, no se colman de todos los sentidos ni dejan intuir la plenitud primera y divina, más bien se vuelven siempre a un génesis vacuo. Como en un “trompe œil” barroco, el peso de la escritura se muestra y se desintegra en Alejandra. Siempre termina una voz ahuecada, falseada en su grosor, henchida en su oquedad. Yves Bonnefoy a quien la argentina tradujo y admiró con vehemencia afirmó: “Hay mentes que apuestan por el lenguaje, pero hay otras que son sensibles de entrada a las insuficiencias y a las trampas de ese lenguaje al que sin embargo no dejan de amar -y que tal vez sean incluso quienes más lo estiman, como presencia herida, precaria.” La Pizarnik sin dudas es de estas últimas, su tinta brota de la herida, pero su lengua ya no es ni la sangre del espíritu de los pueblos, ni es demiúrgica: “Sólo se que sufro. Cuando escribo siento que el tanque de mi lapicera está cargado con mi sangre, no con tinta.” (Carta a Clara Silva, Buenos Aires 1955) y en su correspondencia en francés “moi, qui a un seul pouvoir assez genial: la langue. Mais avec l’impossibilité qui est mon emblème”[4] (2018, 150). Esa consciencia de estar entre la lengua y el mundo, hizo de su vida la materia de una escritura.
Tres escuelas literarias parecen pulsar su pluma, pero no logran acorralar ni su estética y ni su más profunda mirada: el surrealismo, el existencialismo sartriano y el neobarroco. De la obsesiva búsqueda en el mundo onírico del que nace el mundo real y a la inversa – del universo concreto que nutre el sueño- surge una filiación surrealista atada a una inquietud existencial. Del primer movimiento traiciona los automatismos y la elisión de la razón. De la corriente filosófica renuncia a la solidaridad, al horizonte de posibles que, declaraba Sartre en medio de la ocupación nazi, tenía todo ser humano para hacer valer su libertad. A tenor con el existencialismo literario que en sus comienzos abultaba la angustia frente a un mundo absurdo hilando personajes que eran meros proyectos de vida, Pizarnik tempranamente renuncia a su sueño de vida. Su poesía narrativiza la inexistencia y va deshilando su voz poética. Ese “yo” se vuelve hacia la concavidad que como la antimateria del universo puebla su verso y la espeja. En esa concepción mítica de Alejandra resuena la confesión de Baudelaire cuando declaraba: “El culto de las imágenes, mi grande, mi única, mi primitiva pasión. ( Bonnefoy 28) Ese mundo de significantes se organiza matemáticamente -como sistema- y dialoga con sus lecturas estructuralistas particularmente con los textos de Roland Barthes en los que perfila el orden barroco de la literatura moderna. Así como diría P. Schoentjes: “La arquitectura de los textos participa sino de una simetría perfecta, de un orden moderno que Barthes llama “barroco”. La reflexión de Barthes, apunta a que la ironía barroca es una ironía del arabesco y no de la simetría. El “arabesco”, como la espiral, también espejea la escritura de la Pizarnik, en su barroquismo, porque con sus complejos esquemas no deja de ser geométrico. Estos arabescos “alejandrinos” están formados por diversos núcleos que no son idénticos- como el tema del doble, retomado y alterado en los motivos de lo cóncavo, lo oscuro, la muerte, el signo, la amante- en la poesía de la argentina. Todos estos centros están conectados entre sí” (…) se lían a través de sus imágenes. “El elemento central del arabesco describe” la prosa, la poesía, la novelística de Alejandra: “es la diversidad, similitud y conexión entre los elementos constitutivos.” Participa su obra de un barroquismo travestido pues parte de una suerte de física del mundo que se caracteriza por lo que llamó Genette el “mundo invertido”, dobles y opuestos reunidos, conjurados.[5] La estética neobarroca de Severo Sarduy -amigo con quien intercambió una correspondencia literaria y teórica rica e irónica- se funda en las nociones del primer barroco pero las lleva a extremos insospechados en el espacio latinoamericano “transmoderno” al que ya pertenecía Alejandra:
“El barroco europeo y el primer barroco colonial latinoamericano se dan como
imágenes de un universo móvil y descentrado, pero aún inarmónico(…) el
barroco actual, el neobarroco, refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura
de la homogeneidad, del logos en tanto que absoluto, la carencia que
constituye nuestro fundamento epistémico(…) La mirada no es solamente infinita:
como hemos visto, en tanto que objeto parcial se ha convertido en objeto
perdido (…) Neobarroco, reflejo necesariamente pulverizado de un saber
que sabe que ya no está apaciblemente cerrado sobre sí mismo. Arte de destronamiento y de la discusión” (“El barroco y el neobarroco” 183)
Marguerite Yourcenar dijo que un “hombre en marcha sobre la tierra que gira, va también, como todos nosotros, caminando dentro de sí mismo.” Baudelaire, nos asombraba con una constatación desgarradora: dios nunca rio ni lloró jamás. Esa mujer poetizada, Alejandra, pasea también en sí misma, pero su paisaje interior es un abismo de cristales cortantes y frente a él ni ríe ni llora. A penas resiste el llamado a la caída y cae las más veces y lo metaforiza una y otra vez. La órbita de sus versos es el vacío. Su danza si es neobarroca en su “dialogismo”, en “su polifonía” y en aquello que para Sarduy distingue esta estética: la creación de “una red de conexiones de sucesivas filigranas, cuya expresión gráfica no sería lineal, bidimensional, plana, sino en volumen, espacial y dinámica. Textos que en la obra establecen un diálogo, un espectáculo teatral…”[iii]
El tiempo en sus letras se remonta, se alarga, se detiene… pero al final siempre, como las certezas, se anula, solo existe en la página como solo existe el tiempo humano en las vueltas de la tierra. En ese vuelo la poesía de Pizarnik se desengancha del neobarroco y muestra en su espina dorsal las grandes líneas de la teoría literaria estructuralista también barthesiana[iv].
[1] “Le monde est fait pour aboutir à un beau livre », « Tout, au monde, existe pour aboutir à un livre »
[2] Yves Bonnefoy lo resume con un dejo irónico: “
Muchos críticos afirman, como bien saben, que el autor sabe menos que su escritura; que esta ultima tiene una finalidad y unos caminos que aquel, al escribir, no puede mas que desconocer. Y si llega a formular algún juicio sobre el trabajo poético, en el mejor de los casos ese pensamiento no será mas que un aspecto de su propia obra, un efecto de las fuerzas que en ella se conjugan; en suma, uno de los medios derivados de una creación cuya visión de conjunto seria mejor dejar en manos de quienes se mantienen en la orilla, observando a cierta distancia.” (19)
[3] Alejandra fue una gran lectora de Barthes y se evidencia en la expresión que emplea en su prosa “maquinita sádica” que utiliza” Barthes para referirse a un engranaje de mecanismos de corrección.” (Di Cia, nota 8)
[4] “Yo que solo tengo un poder bastante genial: la lengua. Pero con la imposibilidad que es mi emblema”(trad. Libre).
Alejandra Pizarnik Papers [APP} 1954-1972 1960-1972 [APP] Rare Books & Special Collections, Manuscripts Division, Biblioteca de la Universidad de Princeton, Referencia C0395 Latin American Collections. 150.
[5] Esa visión dialéctica del barroco, recordemos, históricamente llevó la marca de Kepler, de la elipsis que desvelará el físico dibuja el planeta en el espacio. Con esa revelación el físico rompería con la teoría de la simetría perfecta de la órbita de la tierra. En esta parte del ensayo recurro a la teoría de la ironía con la que he trabajado “La guaracha del Macho Camacho” de Luis Rafael Sánchez de 1976.
[i] Nos referimos a la “Lección magistral” sobre “Poética” de Paul Valéry en el Colegio de Francia en el 1937. Yves Bonnefoy, quien hereda su catedra en el 1981, la evoca en los términos siguientes en su lección magistral: “Queridos colegas, no olvido que en esta sala se inauguró, hace menos de cincuenta años y con una autoridad que aumentaba la evidencia de un sacrificio, la idea de que la poesía no implica la capacidad del conocimiento de sí en lo que tiene de mas especifico; y que por ende no es posible abordar esto sino por una puesta entre paréntesis donde lo que el autor toma seriamente, cuando no trágicamente, o sea los sentimientos, los valores, se reduce bajo la mirada de un testigo algebraico y casi irónico al estatuto de simple variable en la ecuación de la mente. (…) cuando Paul Valery fue designado en esta casa para la primera catedra de poética, ya había decidido que el contenido del poema, que con demasiada facilidad por cierto se indicaba como el grito verdadero del sufrimiento o el presentimiento de los secretos del ser, no era mas que un elemento a fin de cuentas formal dentro de una combinatoria y que no es válido sino casi desapareciendo detrás de la ley de las palabras revelada. Había comenzado una evolución, resumida en el hecho de que entre los jóvenes que vinieron a escuchar a Valery tal vez haya estado Roland Barthes, quien luego hiciera tanto para deconstruir el efecto de una presencia en sí y la ilusión de lucidez, de control que embargan a los escritores en su momento de invención; y quien llevara mas lejos que nadie (…) la exploración formalista de la escritura, aunque apartándose durante largos años (…) del estudio directo de los poetas.” 20
[ii] Yves Bonnefoy retoma los postulados de Barthes en su conferencia sobre poética en el Colegio de Francia en estos términos: “Muchos críticos afirman, como bien saben, que el autor sabe menos que su escritura; que esta última tiene una finalidad y unos caminos que aquel, al escribir, no puede mas que desconocer. Y si llega a formular algún juicio sobre el trabajo poético, en el mejor de los casos ese pensamiento no será mas que un aspecto de su propia obra, un efecto de las fuerzas que en ella se conjugan; en suma, uno de los medios derivados de una creación cuya visión de conjunto seria mejor dejar en manos de quienes se mantienen en la orilla, observando a cierta distancia.”18
[iii] Severo Sarduy, “Barroco y neobarroco” , América Latina en su literatura, ed. Cesar Fernández Moreno, México: Siglo XXI, 1972, págs. 175
[iv] Nelly Wolf traza las grandes líneas de este momento a partir de los influjos de Barthes:
El aura de un Barthes tocado por el estructuralismo se extiende mucho más allá del círculo de los estudios literarios y lleva el renombre de la semiología lejos de las fronteras de Francia. La disposición estructuralista, que autoriza e incluso santifica el estudio del texto fuera del contexto, libera el análisis de la erudición universitaria (principalmente biográfica, histórica y filológica) sin prohibir el recurso a otros discursos, indeseables en la erudición tradicional, como el marxismo, el psicoanálisis y las corrientes inspiradas por ellos. Pero la disposición estructuralista que estipula que el texto va antes que nada, instaura una jerarquía entre los discursos convocados en torno al texto literario, y libera también el análisis literario del dominio de disciplinas extranjeras, como la historia y la filosofía. El estructuralismo propone la abolición de las fronteras entre la escritura y la lectura, la creación y su comentario. La obra que combina una serie de signos y la crítica que descodifica ese código no son sino dos aspectos complementarios de una misma actividad. En su extremo significa que el discurso sobre el texto no es diferente del texto en sí y participa de hecho integralmente de su escritura. El objeto analizado se considera como el simulacro de una estructura: reencontrar la estructura, es fabricar el simulacro de ese simulacro (…) El propio autor desaparece detrás del scripteur, que transcribe un código, actualiza una estructura. El texto “se escribe”. Es la época en la que Barthes proclama que ya no hay escritores (…) “sino únicamente “trabajadores del significante” (…) Al comienzo de los años sesenta, nuevos novelistas y nuevos críticos con tendencia estructuralista se encuentran en la sacralización del Texto, la mística del lenguaje, y la dramatización del gesto literario. Basta escuchar al narrador de L’innommable de Claude Simon afirmar “Soy en palabras, estoy hecho de palabras”. “Une litterature sans histoire” Genève: Droz, 1995. (74-78