Primer capítulo de «El cartel del papel»
La punta del cigarrillo lo delataba todas las noches. Miranda tenía medidas sus inhalaciones. La lucecita anaranjada se encendía cada once segundos. Un espía no debía fumar, pensó Miranda mientras observaba por el retrovisor la camioneta verde de su espía residente que la seguía desde que salió del periódico. El muy pendejito había ido con ella a la lavandería y la pescadería. Ahora a la casa.Adelantamos el primer capítulo de “El Cartel del Papel”, primera novela de Wilda Rodríguez, la cual será presentada el 1 de octubre en el Taller de Fotoperiodismo, en Puerta de Tierra, a las 7:00 pm. La presentación estará a cargo del comentarista radial y autor Ignacio Rivera. La novela también se presentará en el Festival de la Palabra, que se celebrará a partir del 9 de octubre en el Museo de Arte de Puerto Rico, y que este año será dedicado al tema Periodismo y Literatura.
Era temprano. Decidió salir del trabajo antes de que cayera la tarde a ver si le veía la cara con la luz del día. Tenía ganas de pedirle que se bajara a ayudarla a cargar la compra y la ropa cuando llegara a su casa. Pero no. Tenía que seguir el juego con el tipo. Semanas jugando a no verse.
Miranda se preguntaba cómo se las arreglaba el hombre para estacionarse todas las noches en el mismo lugar de la callecita que desembocaba en la playa y desde donde se dominaba toda la fachada de su condominio. Colocaba el carro bajo un almendro que tapaba el foco de la calle y oscurecía el interior del vehículo. Lo único que alcanzaba a ver Miranda era la luz del cigarrillo, un reflejo fugaz de la pantalla del IPad que insinuaba una barba corta y oscura, y el brazo con el tatuaje tribal que sacudía la ceniza por la ventanilla de vez en cuando.
Se sentía seguro de su invisibilidad. Cambiaba de carro todos los días. Hoy era la Explorer. Como la suya, pero verde. La suya era roja. Ayer, una Subaru dorada de año reciente. Antier el viejo Nissan blanco del ‘89. Lo sabía porque era exactamente igual al que guiaba su padre en los años noventa y en el que ella aprendió a conducir por aquellas mismas calles de su querido Ocean Park.
Miranda vivía en el quinto piso del condominio mirando hacia el Atlántico y desde que se percató de la presencia del hombre decidió acostumbrarlo a una rutina de luces y movimiento, sospechando que era ella su objetivo como lo había sido antes de otros.
No era la primera vez que alguien la seguía. Ni sería la última. Alguien molesto o interesado en su trabajo. Uno que otro stalker aficionado que ella misma desalentaba. Miranda siempre olía cuando alguien la seguía. Los descubría pronto. Nunca había sido necesario llamar a la Policía ni tomar precauciones que no fueran de rutina. Era cautelosa y apta – senpai y portadora legal de un .357 Magnum Smith and Wesson Modelo 627 precioso, con cañón de cromio de cinco pulgadas, empuñadora de madera y barril de ocho balas, que sabía usar muy bien. Pero este tipo llevaba un par de semanas en ese mismo tajo. Miranda empezaba a tomar precauciones adicionales y empezaba a sospechar que algo tenía que ver con el artículo que le cayó en la falda hacía un mes, aunque no entendía por qué.
Un amigo le había advertido del inminente arresto de una red de médicos que traficaban anabólicos. Nada del otro mundo. Estaba aburrida y la orejita le vino bien. Era periodista política asignada a cubrir el Senado de Puerto Rico. Pero era julio, la Legislatura estaba en receso y el colega que cubría el Tribunal Federal en Puerto Rico estaba de vacaciones en Argentina bebiendo Malbec y comiendo asado de tira. Consultó con la mesa editorial y le dieron luz verde. Corroboró el informe con dos de sus propias fuentes en el TF y escribió la historia confiada en que Carlos, el colega de vacaciones, le daría seguimiento a su regreso del Cono Sur.
Arrestarían a unos diez médicos del norte de la isla que habían caído en la mala costumbre de recetar y vender anabólicos producidos en un laboratorio clandestino en Vega Baja. Pendejos, había mascullado Miranda mientras escribía el artículo. Siempre era lo mismo. La gente se cree inmune e impune hasta que los atrapan.
No era una historia digna de un Pulitzer. No se trataba de un negocio multimillonario del bajo mundo. A lo sumo los arrestarían, pagarían fianza, irían a juicio y la mayoría saldría libre por tecnicismos o excelentes abogados. Se trataba ciertamente de un delito federal pero la pena por una primera ofensa de posesión era de un año de prisión y $1,000 de multas. Por tráfico ilegal regularmente les echarían de dos a cinco años de prisión en probatoria. A lo sumo, uno que otro pasaría un par de años en la cárcel y ya. Lo más que sufriría sería su reputación pero no por mucho tiempo. La gente olvida pronto. Perderían la licencia y se buscarían la manera de hacerse socios de un médico licenciado para seguir ejerciendo. Muchos de sus pacientes sí sufrirían. Tendrían que buscarse otro matasanos y pasar por el dolor de cabeza de cambiar el nombre de su médico primario para efectos del sistema público de salud. Y eso sí que era un tostón. Pero nada más.
Después de todo, la testosterona era bien vista en este país aunque viniera en pote. Que arrestaran a alguien por vender sustancias para echar mollero no era gran cosa. La historia no era de premio. Era material de primera plana sólo para La Vieja, el programa de chismes de un pervertido que se escondía detrás de una muñeca y que el país adoraba porque le alimentaba el morbo.
Por eso no relacionó de inmediato al hombre que la seguía con ese artículo en particular. Era ridículo. Sin embargo, luego de un análisis exhaustivo de su aburrido presente, concluyó que era lo único reciente que podía haber molestado o interesado a alguien hasta el punto de seguirla.
Ahora se preguntaba qué realmente había detrás de aquella historia. Nunca le piques la curiosidad a un buen periodista. El tipo que la seguía obviamente no sabía eso. Y aquí estaba ella jugando al esconder con un desconocido para darle confianza. Ya sabía quién era el espía, pero no lo desalentaría hasta saber quién le pagaba. Tenía todo el tiempo que necesitara para averiguarlo. Ya no estaba Claudia para llenar su vida y su tiempo.
NOTA: Miranda Albert es una periodista de El Día a Día, el periódico más grande del país. Gay, obsesiva y brillante, descubre el camino que la llevará a desenmascarar la organización más grande y peligrosa de venta de influencias políticas del país.
Ese personaje y esa trama son parte de El Cartel del Papel, la primera novela de Wilda Rodríguez, quien comenzó su carrera periodística en el periódico El Mundo, fue miembro de la plantilla oficial de El Nuevo Día, fungió como reportera en La Fortaleza, fue corresponsal en Estados Unidos y Jefa de Información del diario.
Y ese es solo parte del bagaje de Rodríguez, quien ahora nos propone este “thriller periodístico”.