Rodríguez Juliá o las lecturas del escritor
Configurar una tradición literaria es un acto de reconstrucción intelectual. La tradición que define el canon, al que retornamos, como decía Borges, con “previo fervor” y “misteriosa lealtad”, se concibe desde el presente, desde la propia obra del autor que identifica, como huellas, los hitos de su propio lugar literario.
La obra de Edgardo Rodríguez Juliá, Mapa desfigurado de la literatura antillana, testimonia ese modo complejo de entablar una continuidad cultural, temática y literaria con clásicos caribeños, a la vez que traza cierta discontinuidad discreta e inaudible, matizada por el entrelíneas que su fina prosa siempre destila. El mapa desfigurado que designa a su obra es la metáfora feliz que anuncia que la selección, muy suya, de esa “biblioteca imaginaria”, no la hace el crítico literario, sino el escritor, el fabulador que figura y construye imaginativamente una tradición literaria antillana.
Como quien marca las pautas de interpretación, Rodríguez Juliá identifica cuatro claves o “señas de identidad” que son recurrentes en las obras paradigmáticas del Caribe antillano, rutas del viaje literario que emprende. El mito fundacional, la ciudad, la oralidad y la interioridad del sujeto son hilos conductores fundados en una común experiencia atávica, y en una memoria histórica y mítica que define a dónde pertenecemos y cómo la forma literaria rescata su identidad.
El mito fundacional que comparte la literatura antillana, sostiene, es “una imagen cargada de identidad”. ¿Cómo se construye ese imaginario mítico que define los comienzos seminales de nuestra literatura, esos “beginnings” de los que hablaba Edward Said? Rodríguez Juliá reflexiona en varios de sus ensayos sobre la génesis que marca la tradición literaria antillana con sus orígenes romántico-naturalistas y realistas. Como el maestro curtido, que sabe de antemano a dónde ha de llegar, va desbrozando, analítica y literariamente, obras fundacionales como el Viaje a la isla de Puerto Rico de André Pierre Ledrú, Mis memorias de Tapia, Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde, La peregrinación de Bayoán de Hostos, El Gíbaro de Alonso y tantas otras obras son revisitadas como parte de un tejido textual que combina crónica y crítica, historia y anécdota, ensayo y poesía.
La percepción que los autores fundacionales de nuestra literatura tuvieron sobre sus ciudades –San Juan, La Habana, Ciudad México, Santo Domingo-, así como sus complejas y conflictivas transformaciones, son las huellas que el autor persigue como sabueso insistente. La novela, afirma, es el mejor modo de expresar la ciudad en la que se narran sus vivencias, añoranzas y fracasos. También la crónica como novela histórica, de la que Rodríguez Juliá es el exponente máximo de nuestras letras, permite el acercamiento sinuoso a la ciudad, como imaginario que articula una tradición literaria. La ciudad descrita y novelada en obras tan diversas, y en momentos tan distintos, como Cecilia Valdés de Villaverde, Paradiso de Lezama, La carreta de René Marqués, La región más transparente de Carlos Fuentes o San Juan, ciudad soñada del propio Rodríguez Juliá, rescata las imágenes, los paisajes, el color, la memoria y la idea misma de ciudad como constructo de una tradición. Pero al rescatar la ciudad, nuestra literatura también recupera sus espacios alternos y sus contrastes: el campo, el arrabal, lo suburbano y el lugar de migración. Así, la ciudad se mira en la literatura desde distintas perspectivas espaciales que ofrecen imágenes con distinta resolución: desde arriba o desde abajo, desde adentro o desde afuera, desde el aire o desde el mar, vertical u horizontal, a pie o motorizada.
A través de la ciudad se reconoce precisamente la oralidad como clave, esos modos de elocución y ritmos tan peculiares del Caribe antillano, que nuestra literatura ha capturado en toda su riqueza, evocando el genio de Joyce. Rodríguez Juliá da testimonio del hilo conductor que es la oralidad, rememorando propuestas literarias fascinantes como las de Cabrera Infante, Benítez Rojo, José Luis González, o Luis Rafael Sánchez. Esos matices, que solo un oído sensitivo y agudo puede captar, son esenciales en la narración realista de la antillanía, formada por grupos socialmente tan heterogéneos y con distancias lingüísticas tan marcadas: el campesino, el afrocaribeño, el esclavo, el señorito, el blanco peninsular, el lumpen, el migrante… En realidad, son las voces registradas de la desigualdad que forman al Caribe antillano, asediado por la impronta del colonialismo, tierra de imperios en conflicto y en perpetua búsqueda del mito fundante de la identidad nacional.
La cuarta seña común, compartida por nuestras letras, es lo que Rodríguez Juliá llama “la conquista de la interioridad”, esa zona opaca de la subjetividad -de las emociones, la vida interior y los recuerdos-, que se objetiviza a través de las imágenes narradas por Tapia, Alonso o Lezama. Los inicios de la narración de la intimidad y la interioridad del sujeto marcan, en efecto, un momento decisivo en la formación de una literatura, o bien de cualquier literatura, que aspira a mostrar su autenticidad.
El archipiélago caribeño y antillano es una imprecisa zona con límites geográficos, lingüísticos y culturales algo borrosos. La “biblioteca imaginaria” de Rodríguez Juliá sobre nuestra literatura hispánica, bien podría ser expandida, como parece sugerir el autor, a la literatura antillana francesa o inglesa. Esa literatura magnífica, cuyos exponentes universales –Derek Walcott, Naipaul, Aimé Césaire– transitan por las mismas claves, deja testimonios exquisitos de la misma tradición, y captura con nuevos relatos humanos las experiencias cauterizadas por las mismas desgarradoras garras del colonialismo, la esclavitud y las desigualdades. Tenía razón Derek Walcott cuando afirmaba que “el futuro de la militancia antillana reside en el arte”. El arte y la literatura nos une porque cada experiencia tiene su género para ser expresada (así lo creía Naipaul) y el nuestro parece ser, sin duda, la literatura.
Los ensayos del Mapa desfigurado de Edgardo Rodríguez Juliá son una aportación significativa para el autoconocimiento de nuestras literaturas antillanas. La fenomenología reflexiva que exhibe, con la prosa límpida del maestro escritor que conoce su oficio, es característica del autor. Es el registro del observador en su ciudad que capta las grandes tendencias y, a la vez, reconoce la sutileza del detalle, el “punctum” del que habló Roland Barthes.
Rodríguez Juliá es un magnífico lector, condición sine qua non de un gran escritor. Su cultura literaria, tanto local como universal, es muy rica, lo que le permite contextualizar sus lecturas en amplios marcos interpretativos que pueden ser muy locales, en ocasiones, o universales, en otras. Proust, Joyce, Hemingway, Faulkner, Thomas Mann son algunos de los clásicos que entran y salen con naturalidad en sus cultivados ensayos. Pienso que hay algo de wagneriano en Rodríguez Juliá, cuyas perspectivas totalizadoras cruzan, porosamente, fronteras y persiguen el arte total. Sus relatos están con frecuencia matizados por imágenes musicales, metaforizados por su cultura de las artes plásticas y mediados por un realismo crítico, a veces díscolo e irreverente, mas siempre honesto, siempre auténtico, siempre Edgardo Rodríguez Juliá.