Superla(xa)tivos
Ahora, a través de este medio, quiero dejar constancia de otro final más, el final de Puerto Rico. Un final inconcluso, si me lo permiten, porque no ha ocurrido todavía. Puede que nunca ocurra, o que solo sea una muerte parcial. Yo, desde que me mudé a Chicago, he venido sintiendo una curiosa nostalgia por ese Puerto Rico que va desapareciendo poco a poco a medida que concretizan desarrollos urbanos y eliminan nuestra excentricidad cultural. De hecho, una de las razones que contribuye a que yo permanezca afuera es el asfixiante sentido de impotencia mientras los grandes poderes corporativos descuartizan el terruño y lo degüellan como a bestia de matadero. Pero tal vez me adelanto; regresemos a las susodichas postrimerías.
Si bien el mundo no se acabó con el nuevo milenio, definitivamente se desboca hacia algún tipo de fin. La cultura popular favorece el apocalipsis de los zombis, tal vez a causa de la caída de las torres marfil, vidrio y metal de la gran metrópolis, las guerras se propagan como un mal olor y la naturaleza convulsa bajo el progreso de la industria y la proliferación de los químicos. Y por si fuera poco, raptan a nuestras vecinas y las encierran en un infierno privado en el mismo barrio, el gobierno escucha todas nuestras intervenciones virtuales sin enterarse de nada y las abejas que nos obsequian la agricultura se mueren por montones.
Es difícil no sentir la indignación del que se sabe timado por fuerzas mayores, la frustración del que se siente a la deriva sobre esta o aquella marea, sin poder tomar control de hacia dónde se dirige. Llegar a aceptar una vida que nunca planificamos tener es un logro mayor, dijo alguien en algún lugar impreciso y aunque suene trillado, se me ha quedado marcado en la mente como el carimbo de una idea ineludible.
Repito, vivimos en un mundo de grandes superlativos. Las compañías exportadoras recalcan que la pérdida de hielo polar pronto permitirá rutas nuevas compuestas de atajos polares que reducirán la emisión de gases de invernadero y recortarán el consumo de combustible considerablemente. Todos, o por lo menos la gran mayoría, somos producto de la mentalidad de fin de siglo y tal vez por eso nos cueste tanto trabajo aceptar la dura realidad de nuestro medioambiente. El fin del mundo no estará en manos de los zombis, si no en nuestras propias manos, y los síntomas iniciales son las supertormentas de los últimos años y los medibles cambios climatológicos existentes.
Supongo que en el fondo, el vampirismo corporativo que devora la isla se amparará en el hecho de que no es solo Puerto Rico, sino el mundo entero que da vueltas y merodea el hoyo negro del desagüe. Pero las corporaciones y los grandes intereses siempre han sido entidades viles y mezquinas interesadas exclusivamente en el lucro. Lo preocupante es el hecho de que, según esa contemporánea fuente fidedigna de datos, Féisbuk, la estadidad está adquiriendo tracción cultural en la isla.
Al parecer, los resultados de las pasados comicios plebiscitarios muestran un aumento significativo en las convicciones estadistas de mis compatriotas. En verdad me importa un pito lo que se declare por Féisbuk, pero ese creciente auge de la estadidad es uno que he visto con mis propios ojos desde pequeño. En fin, si se toma en consideración el siglo XX completo, las estadidad ha ido ganando terreno frente a los sentimientos de libertad a lo largo de su centenar de años. Esto no es un dato tan preocupante, como lo es de alarmante.
Un breve y rápido recuento de los eventos históricos que nos han depositado en este desastre sociopolítico y medioambiental revelan inequívocamente un dato en particular: el protagonismo norteamericano en torno al caos creciente. Sin tan siquiera entrar en el ámbito de las explosiones bélicas que han caracterizado los últimos 50 años en todo el globo terráqueo y las guerras en pleno curso, desde la Segunda Guerra Mundial al presente, los Estados Unidos han sido líderes en la creación de las fronteras geopolíticas de Medio Oriente y de África, lo cual ha redundado en decenas de conflictos sangrientos. Nuestros dueños coloniales han incidido en todos los males que nos afectan, ya sea de manera directa o indirecta.
Ningún país puede presumir el consumo de un cuarto de los recursos mundiales sin repartir miseria y explotar poblaciones enteras. Los Estados Unidos se han convertido en los abusadores del barrio hemisférico primero, y en los explotadores sin disimulo de la actualidad en segundo plano. Desde la imposición del rechazo del cáñamo, lo cual tuvo un efecto devastador en términos sociopolíticos, en particular en nuestra isla para el 1959, hasta el reclamo arrogante a Ecuador de que pague millones para capacitaciones en torno a los derechos humanos. Un reclamo sinvergüenza.
Lo que el gobierno de Estados Unidos no hizo, lo deshizo alguna corporación a nombre del lucro. Tanto los founding fathers de la nación americana, como otrora presidentes –pensemos en el profético discurso de Eisenhower sobre el peligro del aparato milita-industrial de mediados de siglo XX– lo vieron venir y se quedaron roncos advirtiéndonos de lo que sucedería hoy en día. Las amenazas terroristas son producto directo de las nefastas prácticas del gobierno norteamericano a lo largo y ancho del globo terráqueo. ¿Se nos olvida que la gran mayoría, sino todos los insalubres personajes históricos de reciente brote –de Pinochet a Bin Laden– deben su existencia y con frecuencia hasta sus nefarias destrezas a los Estados Unidos?
Entonces llegamos al inframundo de la industria designada agro-pharmacéutica; uso la ‘ph’ por aquello de diferenciarlo de lo que sin duda comenzó como un noble oficio –la farmacéutica– destilado de prácticas etnobotánicas milenarias y cosmopolitas. La isla del Dr. Monsanto, se podría llamar; esta pobre isla ha sido laboratorio y sus habitantes conejillos de las indias por más de un siglo. Desde las draconianas pruebas que nos dieron la famosa pastilla anticonceptiva, hasta la fiesta que hicieron con Agente Naranja en tiempos pre-Vietnam.
En fin, ¿qué es lo que exactamente refleja ese torcido deseo de asimilación a la nación americana? Simplemente es gente que o valora el capital sobre cualquier cosa o cuya ilusión de formar parte de la nación más rica responde a algún complejo de inferioridad. La estadidad simplemente no tiene ningún argumento intelectualmente fuerte. ¿Cómo se arguye en contra de la libertad? De hecho, los Estados Unidos han basado toda su mitología sociopolítica en la supuesta defensa de la libertad. Sacrificar la propia libertad para defender la libertad. Supongo que mentes más agudas que la mía le encontrarán el sentido a eso, pero para mí conforma un clásico absurdo descabellado.
O sea, el fin de Puerto Rico. Y el principio de la memoria.
Nos secuestraron la isla y ahora parece que el síndrome de Estocolmo se ha apoderado de la población. Es materia de pesadilla, como en el cuento de Ana Lydia, porque lo peor de todo es que al convencernos de eliminar a Puerto Rico voluntariamente, el fin lo precipitamos nosotros mismos. O sea, hay gente que piensa que al rendirnos ante la estadidad, ¡BUM!, somos norteamericanos y las necesidades de USA se convierten en nuestras necesidades. ¡Papas fritas! La erradicación de nuestra identidad se dará a lo largo de varias generaciones, lentamente ante nuestro horror colectivo, porque a la larga aun los estadistas se percatarán del error y el lamento será unánime.
Porque ese sería el resultado, el recuerdo de lo que nunca fuimos. Por qué no mejor empezar de cero, incorporando el espíritu de la constitución norteamericana, y evitando todo lo que hemos visto fracasar inequívocamente, como por ejemplo, concederle a las corporaciones los mismos derechos que a un ser humano. Los puertorriqueños tenemos una oportunidad única: a estas alturas redactar una constitución que recoja todo lo aprendido en los últimos 200 años y siente precedentes en defensa del medioambiente.
Tendríamos la oportunidad hasta de asumir un papel protagónico en torno a Latinoamérica, entrar de lleno en la comunidad internacional, asumir el timón de la nave. Millones protestan en Egipto, mientras que las multitudes brasileñas claman, los turcos gritan, ¿y en Puerto Rico qué? Duelo por el idiota de Yiye, sembrador de odio y estafador profesional. ¿Héroe nacional? Por lo menos todavía hay gente sensata, como los de Dios le debe a Hacienda y los que protestaron contra Monsanto hace unas semanas atrás.
Pero falta mucho más.