Tierra Santa
En intervención ante el Consejo de Seguridad de la O.N.U., su secretario general, Antonio Guterres, señaló que los palestinos viven bajo ocupación militar por parte de Israel desde 1948. Se trataba de una exacta descripción del conflicto palestino israelí, aunque para un secretario de la O.N.U. fuera una violación de los eufemismos que exige la diplomacia. Tuvo que explicar, luego retractarse. El filósofo alemán Jürgen Habermas ha señalado que la gente de su generación -nació en 1929, terminada la Segunda Guerra Mundial tenía dieciséis años- no tiene derecho a criticar a Israel. Sus palabras contienen una expiación nacional más allá de lo razonable; viniendo de un filósofo no parecen muy inteligentes. Es el dificultoso debate entre lo que es históricamente cierto, es decir, el desalojo de los palestinos de sus tierras por el estado de Israel, y la expiación universal por el “Holocausto”, el exterminio de millones de judíos en los campos de concentración nazi.
Cuando los terroristas de Hamás masacraron a 1,400 civiles israelíes, llevándose sobre doscientos rehenes, dichas atrocidades fueron el resultado de tener a dos millones de palestinos viviendo en un “apartheid”, una cárcel con altos muros cuya extensión de cuarenta y cinco millas cuadradas la convierten en el “gueto” más sobrepoblado de la tierra, semillero de pobreza, odio y resentimiento, sometido a dieciséis años de bloqueo israelí y egipcio, equivalente a un “asedio”, práctica militar supuestamente abolida por todas las leyes modernas de la guerra.
Por no haber procurado la solución de los dos estados «el palestino al lado del israelí»», y comprometida la derecha judía con un “statu quo” ventajero y agresivo, ha ocurrido esta desgracia que sí tiene al mundo al borde de una catástrofe peor que la de Ucrania; allá parte del botín grande es el trigo, en Oriente Medio la moneda de cambio es el petróleo que transita por el Golfo Pérsico. Lo que los palestinos llaman Nakba, la catástrofe de haber perdido su Tierra bien podría convertirse también en nuestro destino planetario.
Netanyahu, político corrupto como pocos que ya había hundido el país en serias divisiones políticas, ha tolerado los asentamientos de beligerantes colonos israelíes en Cisjordania, territorio ocupado, en un sesenta por ciento, por familias palestinas. Este segundo Nakba, el asedio continuo a la mezquita de Al-Aqsa y el desalojo de palestinos del Jerusalén oriental, el imprudente reconocimiento por Trump de Jerusalén como capital del estado de Israel, han sido consecuencias de la política ultranacionalista y racista de Netanyahu. Esto, unido a la división entre la Autoridad Palestina de Cisjordania y la dictadura de Hamás en Gaza, ha detonado la presente crisis. Desde el 7 de octubre cientos de palestinos han sido asesinados en Cisjordania por colonos judíos y con la anuencia del ejército israelí; cientos de familias han sufrido desalojo y persecución. Esfuerzos de los Estados Unidos y los liberales de Israel jamás han podido detener esos reclamos territoriales por fanáticos ortodoxos judíos. Si algún día se edifica la utópica solución de los dos estados, ¿dónde quedarían las fronteras? Esos asentamientos son parte de los designios de Netanyahu para la liquidación de esa posibilidad.
Israel es del tamaño de New Jersey y actualmente es protagonista de un bombardeo en la franja de Gaza -del tamaño de la ciudad de Las Vegas-que recuerda el de los rusos en Ucrania. La diferencia es que mientras los rusos han bombardeado sin misericordia con artillería, los israelíes lo hacen ahora con bombardeos aéreos -bombas de 2,500 libras probadas por U.S.A. en Afganistán- contra, lo mismo que los rusos, vecindarios repletos de civiles y niños, esta vez en áreas más densamente pobladas. Ya habían muerto más de 14,000 civiles, cuatro mil de ellos niños, antes de la reciente tregua. El salvajismo es parecido, aunque no idéntico, lo mismo que las atrocidades de Isis palidecen ante las recientes de Hamás. Todas son entidades políticas que reclaman una superioridad moral; al final de la matanza rezan del Corán los palestinos y recitan el Kaddish los israelíes.
Biden, que está ya viejo y sentimental, se mostró compasivo, agobiado, al hablar de las víctimas del 7 de octubre. Es notable, sin embargo, la frialdad de Netanyahu, su desapego y falta de empatía. Todavía no acepta responsabilidad personal por lo ocurrido el 7 de octubre, culpa a la inteligencia militar y a los militares. Como Guterres, ha tenido que retractarse. Se sabe con un futuro político incierto; sus políticas divisionistas, como la de suprimir el Tribunal Supremo de Israel como instancia de lo legítimo y legal, sobre todo en Cisjordania, posiblemente han creado las condiciones para este debilitamiento de su país ante la opinión pública mundial. Rechaza la posibilidad de un cese de fuego, ya se lo advirtió a U.S.A., quien podría torcerle el brazo a Israel para detener la guerra, como lo hicieron Nixon-Kissinger en la guerra de 1973, Reagan ante Begin-Sharon en la guerra del Líbano en 1982. Biden es improbable que lo haga.
Casi todos los jóvenes que disfrutaban del Festival Musical en la frontera de Gaza, cruelmente masacrados por los gatilleros de Hamás, seguramente favorecían los derechos palestinos, la solución de los dos estados. Como muchos de los colonos de los kibutz cercanos, no eran otra cosa que “peaceniks” a la John Lennon en Imagine, hijos de esos asentamientos ya antiguos y que trajeron una agricultura abundante al desierto, por sus edades quizás desprovistos de esos odios ancestrales de los hijos al otro lado del muro, de esa Odiópolis que es la franja de Gaza. Eran jóvenes liberales, de izquierda muchos de ellos; en pocos minutos se vieron salvajemente perseguidos y asediados por los hijos de la pobreza, el odio y el fanatismo islámico. Una líder de la izquierda israelí, combatiente por los derechos palestinos, y en contra de los asentamientos en Cisjordania, señaló en entrevista: “Ahora mismo no tengo espacio para la compasión hacia los palestinos que están muriendo en Gaza”. Es la tragedia superada por una desgracia.
Adolph Eichmann, uno de los arquitectos del plan nazi para el exterminio de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial, visitó Palestina antes de la guerra, invitado por líderes judíos colaboracionistas y sionistas obsesionados con la idea del estado de Israel. Las autoridades inglesas del protectorado de la Palestina no le permitieron desembarcar. Ya se vislumbraba que esas tierras, que ya tenían colonos judíos en tensa convivencia con los palestinos, podrían servir como asentamiento final para millones de judíos europeos. Esa solución territorial -“hogar” prometido por la misma Inglaterra imperial desde la declaración Balfour en 1917- con la segunda guerra se transformó en el exterminio genocida que conocemos.
El estado de Israel tuvo su origen en el nacionalismo, la religión y la violencia que estos pueden justificar, las transacciones con la maldad de que son capaces. Sus orígenes también serán su destino: la solución territorial terminará nuevamente en otra Nakba palestino, otro Shoá judío. Son los ciclos inexorables de la Tierra Santa.