Una ciudad sin letras
If the library is a metaphor central to Spanish American literature, then the autobiographer too is one of its many librarians, living in the book he or she writes and endlessly referring to books.
-Sylvia Molloy1
Y claro está, la fabulosa, la voraz, la selvática biblioteca, que crece día a día, introduciéndose en las habitaciones, en los baños, en los armarios, desplazando la ropa, los cubiertos y servicios, desbordando de los anaqueles para invadir altillos, escaleras, subterráneos, marquesinas, garajes y pasadizos. Una vez fue notificada Nilita de que debía pagar una fuerte suma por impuestos sobre su casa. ¿Qué había pasado? El inspector de Hacienda que la visitó le dijo: “Esto no puede ser una casa: tiene que ser una librería”, e informó que allí funcionaba un negocio que debía tributar como tal.
-José Echevarría2
“Yes, yes, I say yes…” dice Molly Bloom… un famoso sí más o menos “femenino”, el de James Joyce. Dije que sí, le dije que sí al amigo, a Rubén Ríos Ávila. Un día me puso en las manos cuatro tomos de Índice cultural, y me habló de esa mujer extraña. Todo comenzó con esos libros que el amigo me puso en las manos. No sabía quién era pero dejé entrar a la desconocida, a la que el relato del amigo daba cuerpo por medio de la evocación. Durante algunas semanas deambulé sin saber por dónde iba a entrar en la ciudad letrada de esa silueta, cómo iba a empezar a dar a leer su biblioteca, es decir, a hacer lo que ella había hecho para tantos otros; dar a leer. Un día, otro día, ella apareció ante mí acompañada del exceso de ese nombre que paradójicamente terminó en un sin nombre. Leí, en primer lugar, esa paradoja: una demasía de nombre que terminaría en una pérdida de nombre. ¿Cómo dar cuenta de ese exceso de nombre propio, Nilita Vientós Gastón, que acepta, en el espacio de las letras, quedarse sin nombre? ¿Ella se escribe en nuestra memoria sin nombre? Pero, no concluyamos con premura, pues sin nombre no quiere decir que no haya letras.3 Entonces, lo que así se escribe, no es tanto la negación de la letra sino la de la propiedad del nombre. El nombre desaparece, la letra permanece. La lectora en mí se encontró tensada entre ese nombre propio, sus acentos sincopados y pesados en “o” Vientós, Gastón…, y la pérdida del nombre legal de una revista. El nombre que nombra el nombre mismo como ausente de la nueva revista, Sin nombre (1970) cuenta, como sabemos, un litigio legal. Al perder el derecho de utilizar el nombre de la revista Asomante que ella había editado por veinticuatro años (1945-1969), funda esta otra revista con una portada diseñada por Lorenzo Homar. La abogada imagina una estructura legal que la coloca al borde de una paradoja. Pues, ¿cómo es posible existir fuera de la estructura legal que el nombre define? ¿Es posible escribirse, ser recordado, fuera de la ley del nombre?
Una vez más, escuché su nombre: Petronila, con su diminutivo, Nilita, el nombre con que todo el mundo la llama para olvidar ese nombre extravagante, luego Vientós –y yo para mis adentros escuchaba vientos, y ya me imaginaba una cierta tempestad… Nilita, me decía, The Tempest, (que valga por todas las reseñas que escribió sobre Shakespeare y su pasión de infancia por El mercader de Venecia), pero también porque Vientós tiene un origen francés. Ese apellido es un homófono del adverbio de tiempo francés o catalán “bientôt”. “Vientós” es el nombre del padre: “Creo que el apellido era una deformación del francés o del catalán Bientot”, leo en El mundo de la infancia. Volvía a mirar el nombre sobre las portadas de Índice cultural y me dejaba ir al juego de la letra fonética, me repetía en voz baja como quien traduce lo que no se puede traducir, un nombre propio: Nilita à bientôt, Nilita pronto, eres muy rápida, nos precediste, y volvía y leía, Nilita hasta pronto. Percibía a través de mi juego de letras y de traducción, en mi escena de lectura, ese nombre propio con su marca de tiempo apresurado, ese nombre nombraría un evento que tuvo lugar aquí como el sueño de eso que algunos han llamado una ciudad letrada. Pero que quizás pasó demasiado rápido. Ese espectro caminaba muy rápido, constataba la lectora en mí, porque ya había caminado demasiado rápido en el Puerto Rico de las décadas del cuarenta al sesenta –las del latifundio, del bilingüismo y de la creación del Estado Libre Asociado. En esa mujer, la abogada había precedido, ella fue nuestra primera abogada,4 ganó el pleito del idioma, también en esa mujer avanzaba con rapidez, que rápido caminaba, la periodista cultural, y sobre todo la lectora, fundadora de revistas. El cuerpo de esa mujer estaba hecho de letras, ella misma era una biblioteca. Seguí sus pasos en mi presente por una necesidad de resguardarme, de protegerme, para pensar en los lugares donde se archivan las memorias, para pensar en lo que constituye el vientre mismo de cualquier ciudad: sus museos, sus bibliotecas y sus jardines. Porque la lectora de hoy deambula espectralmente en una ciudad de los muertos ya que, en el presente de mi lectura, todos esos lugares se encuentran vacíos o descuidados.
¿Nilita Vientós? ¿Sin nombre? Nadie ha tenido más nombre, más nombres, tantos como todos los escritores y pensadores que viven aún dentro de su ciudad. Todas las literaturas del mundo viven en su biblioteca. Nilita no es el nombre de una persona, no, es el nombre de una ciudad que tuvo lugar. Arcadio Díaz Quiñones en La memoria rota nos dice: “En el alfabeto de Sin Nombre veo yo la gran herencia que generosamente quiso donar Nilita: las letras, para que la ciudad no desaparezca”.5 ¿Qué nos queda del cuerpo de esa ciudad letrada? ¿Nos quedarán todavía letras? ¿De hecho, existe algún político que quiera dejar como obra de gobierno una gran biblioteca? ¿Cuál es el estado de las librerías, casas editoriales, revistas y teatros en el Puerto Rico de hoy? Hago todas esas preguntas desde donde me encuentro, en la cultura, en este presente. A medida que seguía los pasos de esa mujer letrada, que iba adentrándome en su biblioteca, no pude no pensar con malestar en eso, y preguntarme qué había pasado con el legado que debió haber dejado todo eso, y que apenas tenemos. E insisto en ese adverbio: apenas, a duras penas subsiste una cultura letrada en el Puerto Rico del siglo veintiuno.
Nilita Vientós es, pues, el nombre propio de una cultura letrada y preciosista que tuvo un momento. La lectura de Índice cultural sirve de indicador. Ella señala con su índice un sendero. Como quien sabía cómo se hacía una ciudad de letras. Ella se inscribe perfectamente dentro de ese discurso que se metaforiza en torno a la búsqueda de un rumbo. Carlos Gil en el repertorio de metáforas que estructuran el discurso político separa la metáfora de “la brújula” como una de las organizadoras del discurso cartográfico de la década de los treinta al cuarenta.6 Es el legado de Pedreira. El nombre de la columna rinde homenaje a aquella revista Índice de 1929. Nilita en los cincuenta no se deslinda de esa retórica en la que se piensa la figura del intelectual como aquel que señala o dirige. Asistimos entre 1955 y 1968, los años de la producción de esa columna en el periódico El Mundo, a los años más prósperos de ese internacionalismo de la cultura letrada, y al anuncio de su lenta decadencia en 1956.
¿Qué pasa cuando se nos invita a pensar la ciudad “letrada” desde su propia amenaza de desaparición, es decir, desde una borradura del nombre que firmará el acto más propio, más característico de esa mujer letrada? Pues, ¿no era ya una manera de empezar a perder la ciudad, no era ya la premonición de que nos íbamos a quedar sin letras, de que la ciudad letrada iría perdiendo sus espacios públicos? Diría que ese trayecto, que va del exceso de nombre propio a la borradura casi legal en el espacio de la letra pública, describe la posición de la crítica, reseñista y abogada que fue Nilita Vientós Gastón. Al nombrarse “Sin Nombre”, ella opera un paradójico tour de force pues con esa ausencia firma su obra para la posteridad. Digo que el acto más propio de esa crítica literaria se firma mediante esa negación del nombre y su dispersión. Su exceso de firma se firma de esa manera, y nos queda mediante la multiplicación a través de la dispersión del nombre en periódicos y revistas. Nilita Vientós se escribe tanto a través de una obra diversa como de una acumulación cuyo espacio es la casa y su biblioteca. Dos movimientos parecen conformar la relación de Nilita con el mundo de las letras: por un lado, el desbordamiento de la biblioteca (la casa es una biblioteca), y en tanto y en cuanto la casa es convertida en espacio público, en salón de letras, es un espacio para ser leído e interpretado; por otro lado, esa biblioteca se disemina por medio de la escritura de reseñas y revistas. Dos movimientos: acumulación excesiva de libro y dispersión exorbitante en forma de crítica escrita, enseñada o televisiva. Su carácter exorbitante llega hasta nosotros todavía hoy: es esa demasía de lectura, demasía de libros, demasía de escritores, demasía de voz, y demasía de libertad a la hora de juzgar… Es el saber enciclopédico de esa “preciosa ridícula” y su presencia en los periódicos y en la televisión. Y me pregunto si una demasía no termina por incomodar. José Echevarría dice: “No es exagerado decir que Nilita Vientós es la persona más combatida que haya producido este país y que mayores derrotas ha sufrido en sus iniciativas culturales”. Mas la incomodidad, el malestar no es lo que deberíamos esperar de la cultura, como diría Freud. (A quien también Nilita leía muy bien. Ver su reseña en Índice cultural, con fecha del 4 de abril de 1957 y cuyo título es “Freud y la crisis de nuestra cultura”). El corpus escrito de Nilita Vientós Gastón –revista Asomante (1945-1969), Sin Nombre (1970-1986), Introducción a Henry James (1956), Impresiones de un viaje (1957), Índice Cultural (1948-1962)– nos resulta desmesurado por la cantidad de lectura que supone, por su extensión en el tiempo, pero también porque no aparece bajo la apariencia de uniformidad que puede presentar una obra de ensayos, antologías de artículos u obra de ficción. Cómo dar cuenta de la singularidad del cuerpo de una obra que se nos presenta masivamente como periodística: artículos o reseñas cortas sobre otros escritores. El “yo” de la lectora parece desaparecer detrás de la ley de ese género pues lo que se avanza es el libro del otro. Por otro lado, la diversidad de temas, autores, libros, revistas que ella trata en sus reseñas escapa a una lectura que tuviera como su norte la búsqueda de algo homogéneo. Si bien la lectora de literatura, de revistas y libros de crítica se impone, ella no es exclusiva. A ese corpus escrito debemos añadir un texto autobiográfico: El mundo de la infancia (1984). ¿Cuáles son las estrategias de lectura y de escritura que organizan ese corpus? Esas estrategias tienen que ver con una escena de lectura que programa la lectora que Nilita Vientós es, y que politiza el acto de leer. Esa que quiere darse a leer como lectora. Incluso cuando se nos permite ver a la escritora en unas memorias de la infancia, la escritora aparece solamente como lectora. Los personajes de las memorias son tanto el padre, las hermanas, la madre o la sirvienta como los libros y las muñecas. La figura del padre está asociada a los libros; y la de la madre, a la música, los trajes y los sombreros. Una posible estrategia de lectura para poder dar cuenta de los presupuestos que colocan el libro como centro de ese corpus es comenzar por las memorias de Nilita Vientós Gastón. A condición de evitar los escollos de una lectura que vendría a confirmar en la obra de crítica literaria y reseñista unas verdades que ella hubiese emitido en sus memorias. Las memorias escritas a la edad de 81 años parecen venir a organizar, a explicar la escena de la lectura, a marcar su origen y su omnipresencia. En ellas, el sujeto se constituye en una osmosis con el libro. Los libros están dentro de su propio libro, son sus personajes, y ella se subjetiva por medio de ese acto en el que se desvanece frente al otro leyéndolo. Digamos que se trata de una suerte de cogito que se diría de esta manera – “Yo solo existo y recuerdo mientras leo; fuera de la lectura no existo ni recuerdo”.
Debemos añadir a ese corpus escrito e impreso firmado por Nilita Vientós, para intentar ser exhaustivos, la producción de relatos que otros han escrito en forma de testimonios sobre ella. Yo no conocí a la que en vida fuera Nilita Vientós Gastón. Esto, como sabemos los que nos ocupamos de crítica literaria, no debe suponer un problema ni teórico ni metodológico. Todos los días sucede que hablamos de literatura desde la no presencia de los que ya escribieron. La escritura sucede siempre después, su tiempo es espectral. Pero, en este caso, se convirtió en una obsesión, cuando mientras leía con el propósito de preparar esta conferencia constataba que todas y todos escribían desde la memoria que cada uno posee de ella. Durante tardes he leído fascinada y con emoción los relatos que hacen de Nilita muchos de los escritores de la escena académica y cultural nuestra y de afuera: José Echevarría, Carmen Lugo Filippi, Pedro Juan Soto, Ricardo Gullón, Juan Bosch, Arcadio Díaz Quiñones, Marcia Quintero, Vanessa Droz, Ana Lydia Vega, José Luis González, Luce López Baralt, Arturo Echavarría, Sylvia Molloy, Edgardo Sanabria Santaliz, Efraín Barradas, Luis Rafael Sánchez, Antonio Martorell, Emilio Díaz Valcárcel, Rubén Ríos, Myrna Báez, Margarita Fernández (los dibujos de esta que acompañan el libro de las memorias de la infancia son un relato en sí mismo), Aurea María Sotomayor, y muchos otros. Yo no tengo esa prehistoria, me decía. Nunca la vi, ni la escuché. Sentía que una parte del texto que se escribió en el cuerpo y la palabra propia estaba para mí irremediablemente perdido. Había llegado tarde. Mientras más leía sobre ella más grande era mi sensación de pérdida a la vez que ante mis ojos revivía por medio de esos relatos un personaje. Entonces, un corpus textual se unía al otro, es decir, al que Nilita firmaba a través de la pluma de los que escribían sobre sus míticos sombreros, vestidos, expresiones, batallas ganadas. Ella escribía y provocaba escritura en los demás.
Querría seguir y leer su obra al pie de la letra, sollozaba para mí, en la intimidad de la lectura. Curiosa expresión: “al pie de la letra” para designar la manera de copiar, de referirnos literalmente a la letra de una obra, para tratar de neutralizar lo que Walter Benjamin llama en la Tarea del traductor lo sagrado de la lengua, que no es otra cosa más que la materialidad de la letra y su capacidad abismal de significar. Seguiría entonces los pies de Nilita Vientós como los de las letras. Ella a la letra, ella en su letra sagrada y material. ¿Qué me quedaba para comenzar?, me pregunté. Me quedaba todo el resto, es decir, las inmensas ruinas de una ciudad en la que hubo una vez una biblioteca babilónica. ¿Dije biblioteca? ¿Me dije biblioteca, aguantando con mis manos Índice Cultural? Una leve sensación y una alegría delicada me invadió al constatar que yo sí había estado, en un tiempo anacrónico de la lectura, en su biblioteca. Su extenso anaquel de autores me parecía conocido. Una biblioteca de autores ingleses, americanos y europeos en el Puerto Rico de los años cincuenta –que había trascendido el espacio limitado de la academia, que aparecía en los periódicos y en la televisión– me iba cautivando. ¿Qué es ejemplar en Nilita Vientós Gastón sino es ese desacorde armónico entre lo nacional y lo extranjero –”lo nacional no es la negación de lo universal, sino el camino para alcanzarlo”, decía ella– que conformó el único gran proyecto de biblioteca pública en el Puerto Rico de los años cincuenta? Arcadio Díaz Quiñones, en un artículo cuyo muy simbólico título es Nilita Vientós entre Henry James y las corporaciones azucareras, dice que después que se acaba la lucha contra estas corporaciones (Nilita estuvo en los tribunales en defensa de la Ley de los 500 Acres) “muchos de los letrados se hicieron ‘profesionales’, y pasaron a administrar las poderosas instituciones –la Universidad, la Junta de Planificación o Fomento Industrial– […] bajo la consigna “Operación manos a la obra”“. Él se pregunta:
“¿Qué había hecho Nilita durante ese proceso? […] Ante el nuevo menosprecio por las actividades marginales, Nilita Vientós se situó en el centro mismo de una institución anacrónica, el Ateneo de Puerto Rico, y fundó una revista literaria, Asomante. […] Más aún, desde el espacio reducido que le permitía hacer crítica periodística, se dedicó a ensanchar y a redefinir la noción de “literatura” en la sociedad puertorriqueña”.7
Pues bien, cuando hablo del gran proyecto de biblioteca pública me refiero en primer lugar a la biblioteca privada de Nilita Vientós, la de su casa, mas también a aquella que ella construye por medio de su trabajo de periodista y editora de revistas. La articulación entre el acto de lectura privado y público debe ser tomada en consideración pues es quizás su dislocación lo que Nilita transformó como ninguno de nuestros letrados. Su deseo de lectura nunca fue un deseo de leer solo para sí. Al contrario, las diversas facetas de ese personaje múltiple convergen en un leer para los demás. Se trata de dar a leer, es un yo que lee no sólo para constituirse como sujeto, como mujer, como “femme de lettres” y abogada sino también para darle algo al otro. ¿Qué da ella? Ella da de sí la imagen que quiere que los demás tengan de ella, una mujer leyendo rodeada de libros. Al dar esa imagen, se juega un relevo entre la mujer y la lectura en el que el libro se posee por medio de la lectura, leer es una forma de incorporación del cuerpo del otro y supone, por lo tanto, un arte de amar, pero uno en el que la lectura no puede ser solo para sí. El libro se incorpora y se desincorpora, se posee mediante la lectura íntima, y se desposee mediante la lectura pública. Tal es la economía del goce que se escribe a través de lo que llamaré la excesiva pulsión de biblioteca de Nilita Vientós Gastón y que altera una línea de demarcación entre lo público y lo privado. Así se escribe y se performa el cuerpo letrado de esa mujer. Ese es su cuerpo. Ese que nadie ve aparecer. El peligro de la lectura, si la lectura es un suplemento peligroso, es porque ella es un substituto poderoso, fantasmal de la relación con el otro. Nilita Vientós Gastón tuvo una pasión pública con el libro.
¿Cuál ha sido el sexo de la pasión del libro en la literatura? Sé que al hacer esa pregunta estoy pasando de la escritura periodística y crítica a la ficción literaria y que tampoco estoy observando una distinción rigurosa entre escritura autobiográfica y literatura ficcional. Que, por otra parte, cada vez es más difícil de asegurar. Pues en última instancia, esas categorías nombran los lugares donde se coloca el sujeto que escribe, y en los que se coloca al lector. Por lo que mi estrategia de lectura consistirá en colocar el nombre de Nilita Vientós Gastón entre ambas formas de escritura y así leer la fragilidad de esas delimitaciones metodológicas. Su obra, y el lugar del sujeto autobiográfico, no son legibles si no nos damos a la tarea de desarticular esas formas de escritura. Las delimitaciones entre escritura autobiográfica, periodística o crítica son tan frágiles como la división entre el libro y el vestido que ella pone en escena cada vez que aparece. Cada vez que Nilita se avanza en la escena pública, se avanza el libro y el vestido, son inseparables. Son las articulaciones de esa no pareja las que intento poner de relieve. Yo, cuando leo, no sé separar el libro y el vestido, es decir, en ambos leo fabricación. ¿Será eso femenino? ¿No estoy tan segura? ¿Cuáles han sido las figuras de la pasión por el libro en literatura? El 6 de julio de 1957, ella publica una reseña en el Puerto Rico Ilustrado, cuyo título es: “Amar por el libro”.8 Escogí esta entre muchas otras, todas geniales pertinentes y vigentes, porque su tema es la mise en abyme del libro en la novela del siglo XIX. “Uno de los temas más curiosos y fascinadores para el crítico literario es la influencia de la lectura en los personajes novelescos”, comenta ella, la crítica literaria fascinada.9 La reseña comenta un ensayo de George Gibian publicado por la revista Comparative Literature, cuyo título es “Love by the Book”. Esa frase es una paráfrasis de Romeo and Juliet de Shakespeare. La construcción en mise en abyme comienza con la reseña misma que es ya una lectura de una lectura. George Gibian lee a Tolstoi, Sthendal, y Flaubert. Eugene Onegin, El rojo y el negro y Madame Bovary son novelas donde las heroínas o héroes Tatyana, Julián Sorel y Emma Bovary aprenden a amar por el libro. La pasión amorosa se aprende en los libros y produce el libro. Entonces, se ama por el libro, es decir, se ama como dice el libro, citando los amantes del libro pero también al amar el objeto amoroso, se ama el libro. Desde Dante, donde puede verse a una Francesca leyendo con Paolo, el modelo de Victoria Ocampo que Sylvia Molloy analiza magistralmente en su libro At Face Value; pasando por don Quijote; por Madame de Merteuil en Amistades peligrosas; y tantos otros, la lectura y sus efectos no parecen tener preferencias en cuanto a género. Aunque sí se pueden leer diferencias en cuanto a las maneras de tener el libro. En esta somera lista de ejemplos, el libro perturba un orden social, sexual y una división de lo privado y lo público. El libro es culpable, el culpable, porque tiene la extraña fuerza de sacar a sus acólitos, a sus usuarios de la realidad. El libro saca al sujeto de sus goznes, le descentra, haciéndole caer en un casi estado de delirio amoroso. Todos esos libros unen metafóricamente el libro y la lectura al amor. Y Nilita termina su columna: “La influencia de la lectura resulta neutral en Tatyana, ambigua en Julián Sorel y destructiva en Emma Bovary”.
En su artículo sobre El mundo de la infancia titulado “El pacto de Nilita Vientós Gastón, la armonía de los contrarios”,10 Arcadio Díaz Quiñones analiza la articulación entre lo privado y lo público, y la interpreta como “una puesta en escena de los orígenes de un pacto”, que consistiría en resignificar el mundo privado pues el espacio doméstico que aparece no obedece a su representación clásica. No totalmente. De ahí un cierto feminismo decimonónico. En los cuadernos de la infancia, no hay un mundo público, curiosamente. Ni tampoco exterior. No hay ciudad. La narradora adulta que organiza para nosotros los recuerdos de la infancia no nos invita nunca a pasear por las calles de la Habana ni de Jersey City. Arcadio Díaz Quiñones dice que Nilita Vientós “ha reconstruido con devoción el espacio más privado” (p. 20):
Este texto que ostensiblemente se limita a lo privado y a la infancia; […], elabora un discurso que tiende un puente entre el pasado y el futuro del personaje, y entre la herencia paterna y materna. Para decirlo de otra manera: el texto propone un pacto, una armonización de los contrarios, de lo público y lo privado, de lo paterno y lo materno, del bien público y el bien de la casa. Sin escamotear sus contradicciones, la imagen que de sí misma va construyendo Nilita Vientós es la figura emblemática que reúne, para decirlo ahora con palabras de Concepción Arenal, la mujer del porvenir y la mujer de su casa, una nueva figura que ha sido su proyecto. (p. 21)
La autobiografía de la infancia de Nilita Vientós giraría en torno a dos ejes oposicionales: el primero sería “la herencia paterna y materna”; y el segundo, la división de “lo público y lo privado”. Esos ejes convergen. El padre es el espacio público y la madre es la guardiana del recinto doméstico. El relato autobiográfico intentaría retrospectivamente armonizar ambas figuras; la paterna (la pública) y la materna (la doméstica). Sin embargo, esas categorías se complican cuando vemos que la figura paterna en el espacio doméstico posee un predicado poderoso a los ojos de la niña: la biblioteca. Cuando de leer se trata, tan pronto el libro entra en escena, las oposiciones privado y público, figuras paterna y materna, o literatura nacional y extranjera son sabiamente desarticuladas por Nilita Vientós Gastón. Esa es mi tesis. De hecho, aun cuando las memorias de la infancia sean muy privadas en su contenido siguen siendo un acto de escritura que se incorporará y se dará e leer en el espacio público. Más que una armonización propongo una desorganización de lo público y lo privado en la que lo público siempre prevalecerá con fuerza, lo que no quiere decir que el padre prevalezca con fuerza. El libro, la lectura y el vestido como fabricación ocupan el centro de esa dislocación. Pensemos que el espacio más privado de la casa es la biblioteca que el padre da, y el vestido –hay uno en particular “un hermoso traje de batista blanco” recuerdo de la madre cuando Nilita tenía trece años– el más público, el cuerpo de la mujer a ser visto. La madre se asocia con los vestidos, los sombreros y la música de ópera, es decir, con lo que aparece en el espacio público. De cierta manera, la figura paterna es más doméstica que la materna, o tal vez la oposición no da cuenta de toda la estrategia que pone en marcha la concepción de un nuevo espacio público para la literatura. ¿Y hay madre en el libro? ¿En qué cantidad? Digámoslo de otra manera, en el vestido como libro, sí hay madre, mas también la hay en el origen del deseo de lectura literalmente.
La biblioteca es tanto el espacio físico como esa construcción virtual que se multiplica dentro de la autobiografía y las revistas; y de igual manera el libro, lo que llamo el libro, no se limita al objeto sino a todos los efectos que la lectura produce dentro y fuera de la ficción, y que hacen que la ficción se prolongue. Por lo mismo, el vestido y los sombreros no se limitan a los objetos reales, más bien me interesan porque contribuyen a la dislocación del espacio de la lectura y de la escritura y entran en la biblioteca. El libro y sus efectos están por todos lados; todo en Nilita se escribe y se da a leer. Ella avanza bellamente vestida en el espacio público sin querer develarse nunca íntimamente para nosotros, y su cuerpo nos queda simplemente disperso en una biblioteca. Si ustedes quieren saber quién es Nilita Vientós Gastón lean y miren su biblioteca; ahí está ella. Además como ya dije, el libro de Nilita no se limita a lo que ella escribe, a lo que ella nos ha legado como su testamento escrito, sino también a aquel libro que han escrito en torno a ella todos los que la han convertido en el personaje emblemático de una cultura letrada en Puerto Rico. De igual manera, el efecto de libro producido por el vestido es tan poderoso que a su vez genera libro, genera ficción al permanecer entre nosotros a través de una infinita evocación narrada. Sus atuendos, sombreros, trajes, su voz, sus expresiones, en tanto que conforman la narración de todos los que la conocieron, la transforman en una metáfora. Todos ellos se convierten en signos a ser interpretados; yo los interpreto como la escritura exterior, visible, pública y política de un cuerpo transformado en libro. Nilita era una mujer que no quería pasar inadvertida y que por lo tanto va a lucir los signos más fuertes de la vestimenta de una gran dama. En ellos se lee una hipérbole del vestir. El traje y el sombrero forman parte de esa estrategia que desorganiza la división de la vida pública y privada. Porque ellos tampoco están fuera del libro, al contrario lo prolongan en tanto que escritura sobre el cuerpo. Para leer hay que vestirse de cierta manera y leer es también una forma de vestir el libro del otro. Nilita se vestía para que la viéramos leer, como una mujer.
Leer es un acto íntimo que puede permanecer en el espacio privado. Pero, como sabemos, otra cosa es leer en el espacio público. Lo que no deslinda el acto de la lectura de la intimidad que lo origina. Por eso, la lectura es siempre autobiográfica, y lo contrario también es cierto pues no hay escritura autobiográfica sin lectura. El mundo de la infancia es un libro de personajes, que va y viene entre libros como si no hubiese un afuera del libro. Las memorias se escriben, se dan a leer leyendo y girando en torno a la biblioteca de autores universales. En Nilita no hay un afuera del libro. El libro está dentro de sus escritos de diversas formas, en las memorias como las únicas instancias que poseen su memoria real, solo reconstruyendo ese orden de lecturas, de libros, podemos dar cuenta de ella, pero también en sus revistas en las que se lee el libro para dar cuenta del libro. No hay un mundo fuera del libro y el afuera público del libro, es decir, cuando el libro sale de la casa de la infancia, vestido de reseña, de revista, prolonga y transforma el acto de leer. Inversamente, podemos decir que en Nilita no hay un espacio privado. Nilita no fue nunca una mujer de la casa. Es una mujer que vivía sola en una biblioteca. Esa figura de mujer tiene su memoria en la literatura preciosista francesa.
Si yo me permito organizar una lectura que toma como punto de partida las memorias de la infancia para dar cuenta de la pulsión de biblioteca y de la inexistencia tanto del afuera del libro como del mundo de la infancia, es porque hay un deseo de no distinguir la realidad y la fantasía. Ello borra en la obra firmada por Nilita Vientós Gastón las divisiones clásicas entre las diversas formas de escritura que son la autobiografía, las reseñas, las revistas y la palabra de la abogada. Todas esas formas de escritura son tentativas que intentan darle más realidad a la letra o al vestido. La realidad es la letra. Veamos, por otro lado, si la oposición padre (libro) / madre (vestido) soporta el duelo o si se cosen dentro de la realidad de la letra de El mundo de la infancia de forma inextricable. Aunque se aprende a escribir emulando al padre, veremos que el deseo inicial de lectura nace del amor al vestido. Comencemos con el padre, ya que ella comienza sus memorias con “papá”. El padre, recordado como lector, como donante de libros, nunca se describe físicamente. Se describe, sin embargo, su letra:
tenía una hermosa letra, pequeña y recta, que yo imitaba y que me causó graves desacuerdos con las monjas que exigían el mismo tipo de escritura a todas las alumnas. Como ellas no cedían, ni yo tampoco, me quedé varias tardes de penitencia, luego de las clases, escribiendo cien líneas que leían: “Debo escribir hacia la derecha”. Como lo hacía en la letra que yo quería, las monjas tuvieron que darse por vencidas ante mi testarudez.11
La letra imita al padre: “Tenía una hermosa letra, pequeña y recta, que yo imitaba”. Mas la lectura se inicia por un deseo de uniforme, es decir, de vestido. Curiosamente, el cuarto capítulo “De cómo aprendí a leer” discurre más sobre vestidos que sobre lectura. Cuenta que viendo las estudiantes de un colegio católico pasar cerca de su casa con hermosos uniformes azul marino le pidió a la madre ir al colegio para poder vestirse con ese uniforme. Su madre le contesta que “sólo podían ingresar [en el colegio] los que supieran leer y escribir” (41). Ella dice que “aprendió volando, soñando con el uniforme”. Luego, confiesa que siempre ha odiado los uniformes. El resto de ese corto capítulo habla de una de sus desdichas: que la madre la vistiera igual que a su hermana. Nos olvidamos que el tema del capítulo es “De cómo aprendí a leer”. Entonces, ¿cómo aprendió a leer o para qué? Aunque en el orden del relato de las memorias, el texto se las ingenie para que nos perdamos, y nos dé la impresión de que la niña ha leído desde siempre como si ese sujeto no tuviera prehistoria sin lectura, la adulta que organiza la mirada de la niña en esa escena del cuarto capítulo nos narra un tiempo prehistórico cuando leer y escribir no significaban nada puesto que todavía no se sabe hacer ninguna de las dos cosas. Lo que negocia la niña con la madre es un deseo de traje por lectura y escritura. “Yo aprendo a leer y a escribir con tal de que me den el uniforme”; ese mismo que por testarudez la adulta transformara en sus atuendos diversos, y en una escritura que nunca se escribirá “hacia la derecha”.
El recuerdo que inaugura la autobiografía narra el paso de una enfermedad real, el asma, a una diferencia que consiste en no poder distinguir entre la fantasía y la realidad.
Lo primero que recuerdo de mi infancia es estar casi ahogada con asma –que no me ha abandonado del todo– hundida entre cojines y almohadas, tratada por mis padres, hermanos y sirvientes como si fuera de mantequilla. A pesar de esto, tal vez por esto, tuve una larga y feliz infancia, fuera de lo que llaman el mundo real, un mundo que colindaba por todas partes con las muñecas –que eran más que personas– y los libros que sentí siempre como amigos con los que conversaba y discutía. […] Creo que no distinguía muy bien entre la realidad y la fantasía, entre el vivir y el soñar. –¿Distingo ahora? (9)
Si algo no “ha abandonado del todo” a la que se apresta a contar su infancia es esa incapacidad de no poder distinguir entre la realidad y el sueño, entre el mundo de la familia real por un lado y el de las muñecas y los libros por el otro. “¿Distingo ahora?”, se pregunta la mujer de ochenta y un años en el presente de la escritura. Pues, todo sucede como si Nilita nunca hubiera salido de esa infancia. En el libro, ella confiesa no haberla abandonado del todo. Esa pregunta, “¿distingo ahora?”, horada el presente de la escritura, pues la presencia de la enfermedad de la infancia no ha quedado atrás. Ambas enfermedades, el asma y la incapacidad para vivir fuera de la ficción, con los libros y las muñecas continúan en el presente. Y se les revive una vez más por medio de la memoria. Como si la enfermedad “real”, el asma, se hubiese transformado en un bien, en “una larga y feliz infancia, fuera de lo que llaman el mundo real”. Ella vuelve a aludir al asma otra vez. La enfermedad es refugio, es lo que le permite permanecer en el mundo que le importa: “Sólo me importaban los libros y las muñecas. Acaso me refugiaba en el asma, dolencia que me ha perseguido toda la vida, por lo que todos me trataban como si estuviera hecha de tela de araña” (24).
En el quinto capítulo, titulado El mundo de los libros la relación con el libro y la lectura se describe como una actividad ilimitada en el tiempo. La memoria no existe fuera de la lectura. Es una actividad que copa el tiempo, el tiempo de la vida, se vive para leer y se lee para vivir. Es como si ella para devorar libros le permitiera al libro que devorara todo su tiempo.
Leo desde que tengo memoria. He pasado muy pocos días en mi vida sin leer. Jamás se sacia mi hambre de leer. Algunas épocas, sobre todo cuando pequeña, leía días enteros, de la mañana a la noche, dos o tres libros al día. No leía, devoraba. […] Comía a veces con un libro en la falda, cosa que también hacía en la clase de costura. (43-44)
El tiempo de la lectura y de la vida son indisociables. No hay memoria que no esté asociada a ese acto. Mas leer no es leer: “no leía, devoraba”. Leer es devorar. Se tiene hambre de libro y se pasa el día entero leyendo, se lee comiendo, se lee cosiendo. Podríamos casi decir que al igual que leer no es leer sino devorar, el tiempo no es tiempo como no esté ocupado por la lectura. El cuerpo hambriento de la lectora opera para que no haya tiempo sin lectura. El libro se come literalmente el tiempo. Una vez más el tiempo del presente irrumpe: “Jamás se sacia mi hambre de leer”. Hay hambre de lectura desde que hay memoria, se inscribe en la memoria esa mezcla de hambre excesiva con deseo de lectura devorador, mas también supera el tiempo pasado y se vuelca desbordante una vez más en el presente: “Jamás se sacia mi hambre de leer”. A los ochenta y un años la que escribe se dice aún hambrienta de lectura.
El deseo devorador de lectura, ese que se come todo su tiempo, organiza y desorganiza también el tiempo de la muerte imposible en escritura.
Si algo queda de mí después de muerta ese algo vagaría también entre los que dejo, recordando los que leí y sintiendo los que dejé de leer. (48)
“Si algo queda de mí después de muerta”, piensa ella. Noten la duda de ese enunciado, escuchen ese “si algo queda”, escuchen también los tiempos de esa frase que pronuncia la que escribe unas memorias con el propósito de recabar fondos para poder publicar Sin Nombre, es decir, que ya se había quedado sin nombre. La frase desde su presente se proyecta hacia un futuro en el que no estará, la que escribe viviéndose en la escritura como ya muerta. “Hoy viva imagino mi muerte, es decir, escribo mi muerte”, “escribo la imagen de mí que me gustaría dejar”. Los legatarios memoriosos la recordarán sobre todo como lectora, la recordarán a través de los que leyó, y también heredarán la responsabilidad de leer lo que Nilita siente que no alcanzará a leer: “sintiendo los que no leí”. ¿Cómo pensar el tiempo de esa frase? La dejo en el aire vagando.
Pero, ¿qué nos queda si algo nos queda de Nilita Vientós Gastón? Cuando hago la pregunta del sobrante, de lo que se sedimenta, de la memoria legada, no sólo me refiero a lo que en su apariencia objetiva ella nos ha legado. Legalmente, Nilita Vientós Gastón nos ha dejado una casa hoy día biblioteca. También nos ha dejado una obra constituida por revistas y reseñas a las que se añaden sus memorias. Si bien ese es el cuerpo objetivado sin el cual no hay posibilidad de heredar, lo que me importa es lo que podría seguir vagando en el espacio de la cultura aún y que tiene que ver con una cierta manera de hacerle frente a la institución cultural. Nilita era una voz y una manera de hablar desde y de la Literatura, que escribo con letras mayúsculas. Una literatura que no tenía como referente exclusivo la hispanofilia.
Si algo tan etéreo nos queda detrás de ese nombre está recogido en esa manera de vagar entre las literaturas del mundo, de leer como si no hubiese literaturas nacionales. La ciudad letrada no existe en ninguna geografía real, la ciudad de las letras da lugar a un no lugar, a un no pertenecer, sin embargo el devenir de la ciudad está determinado por ese lugar que llamamos la biblioteca, que él, sí debe poseer una concreción en lo real. Mas la biblioteca es tanto el archivo de un corpus real con una delimitación en el espacio pero también es un no lugar pues ella funciona, está viva cuando de ella sale un deseo de biblioteca que contribuye a los relatos de subjetividades colectivas e individuales, es decir, a producir más literatura. No hay ciudad letrada sin biblioteca. Tiene que haber cultivo del libro en todas sus facetas: producción literaria, publicación, edición, distribución, y claro está, lectura y reseña en los cotidianos. ¿Qué otra cosa se dice detrás de ese nombre, Nilita Vientós? En el legado de ese nombre, se encuentra la gran biblioteca que ella reseñaba en El Mundo en su sección del Puerto Rico Ilustrado. Ella iba de una biblioteca de literatura inglesa a otra de literatura francesa, italiana, americana, latinoamericana, puertorriqueña. En Índice cultural pasamos de una reseña de cine, a una de psicoanálisis, de filosofía, o a otra sobre el desacierto de inventar un traje típico cuando no hay. ¿Para quién leyó y escribió Nilita Vientós Gastón durante catorce años, entre 1948 al 1962? En efecto, el libro vistió y embistió el espacio público una vez en Puerto Rico. Eso fue lo que firmó el sin nombre de Nilita Vientós Gastón.
¿Y nosotros dónde escribiremos las letras del porvenir?
* Ensayo reproducido con la autorización de la familia de Mara Negrón. Publicado originalmente en el libro de la autora titulado De la animalidad no hay salida (San Juan: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 2009, pp. 119-239).
VER TODOS LOS ARTÍCULOS>>
- Sylvia Molloy, At Face Value, Cambridge University Press, Cambridge: 1991, p. 17. [↩]
- José Echevarría, “Semblanza y alabanza de la prodigiosa y nunca bien ponderada Nilita Vientós Gastón”, Claridad, Suplemento En Rojo, San Juan, 7 al 13 de marzo 1986, pp. 22-28. [↩]
- Ver Rubén Ríos Ávila, “La cazadora de letras”, Claridad, Suplemento En Rojo, San Juan, 11 al 17 de agosto de 1989: “¡Cuánto poder reclama un texto que no tiene nombre porque prefiere tener todas las letras!” (p. 19). [↩]
- Aclaramos que, en realidad, Vientós Gastón fue la primera abogada puertorriqueña en trabajar en dicha capacidad en el Departamento de Justicia de Puerto Rico, no la primera mujer puertorriqueña en titularse como abogada. Nota de los editores de 80grados. [↩]
- Arcadio Díaz-Quiñones, “Los años sin nombre”, en La memoria rota, San Juan: Ediciones Huracán, 1991, p. 134. [↩]
- Carlos Gil, El cerco de la metáfora, Poéticas jurídico-políticas puertorriqueñas (1898-2001), San Juan: Postdata, 2001. [↩]
- Arcadio Díaz Quiñones, Claridad, Suplemento En Rojo, San Juan, 7 al 13 marzo de 1986, p.15. [↩]
- Nilita Vientós Gastón, Índice cultural, Tomo II 1957-1958, San Juan: Editorial UPR, 1964, pp. 89-91. [↩]
- Aurea María Sotomayor, El semblante de Carla, Diálogos, Vol. 38, Núm. 81, 2003. pp. 9-14. “Tampoco los textos de Henry James leídos por Carla Cordua eran los mismos que los de Nilita. Carla parecía contemplar las situaciones conflictivas, mientras que Nilita se hallaba fascinada con las herederas desplazadas del romanticismo. Carla mira de lejos aunque emocionada por la reflexión en que la sume la trama o los temas; Nilita se dilata para identificarse y se hunde en el ensueño de las heroínas” [↩]
- Arcadio Díaz Quiñones, “El pacto de Nilita Vientós Gastón, la armonía de los contrarios”, Claridad, Suplemento En Rojo, San Juan: 11 al 17 de agosto 1989, pp. 20-21. [↩]
- Nilita Vientós Gastón, El mundo de la infancia. San Juan: Editorial Cultural, 1984, p. 15. [↩]