Un vasito de pitorro
Titulado “Un vasito de ron”, el capítulo 38 describe una visita a la fábrica destiladora más grande de la isla. Lo que encontró fue “un espectáculo de depósitos de esmalte blanco y grifería cromada”. Con toda su modernidad ostentosa, el ron fabricado allí palidecía en comparación con el de las rústicas destilerías que había visitado anteriormente en el Caribe. El vasito que saboreó en Martinica, frente a “viejas cubas de madera con desperdicios agrumados”, era meduloso y perfumado. El de Puerto Rico se sentía vulgar y grosero. A pesar de que la fábrica contaba con lo último en tecnología destiladora, la sencillez artesanal producía un ron mucho más interesante.
El contraste que surge a raíz de esos dos acercamientos da paso a una meditación profunda sobre las paradojas de la civilización. “La vida social consiste en destruir lo que le da su aroma”, concluye Levi-Strauss. Si has probado una botella de Bacardí las has probado todas. Un trancazo de ron artesanal, sin embargo, es único.
Levi-Strauss no tenía que ir hasta Martinica para hacer esa comparación. Fuera del paraíso cromado de la fábrica que visitó se encontraban cientos –probablemente miles- de alambiques ilegales de cañita. Había estado en la isla justamente cuando comenzaba el momento álgido de la prohibición del pitorro a nivel local. La cultura de los alambiqueros ingobernables ya se imponía en la imaginación -y el paladar- de los puertorriqueños.
Esa cultura aún se celebra a trancazo limpio durante las Navidades. Al menos eso encontré cuando regresé al punto de partida de mi recorrido. Seis meses después de nuestro primer encuentro volví a visitar a Don J, el alambiquero que conocí en un barrio rural de la zona noroeste (los nombres de los artesanos y los municipios donde destilan se han cambiado u omitido para proteger la identidad de personas envueltas en una actividad ilegal). Cuando nos conocimos, J me había mencionado que cada año, entre diciembre y enero, se hacía una fiesta jíbara en el barrio. El motivo era sencillo: rescatar “las costumbres de antes” durante las Navidades. Pensé que se trataría de unos cuantos ancianos venerables del área dando cháchara mientras se regodeaban en la nostalgia del quinqué. En vez, encontré un fiestón multitudinario.
El tapón kilométrico en la carretera rural que lleva a la entrada del vecindario, la misma que permanece desierta el resto del año, hacía de la llegada una tarea demencial. Cientos de carros abarrotaban cada espacio vacío del monte: rompían el alambre de púas que cercaba los agrestes solares privados para aparcarse adentro, se alineaban arbitrariamente frente a las casas que bordeaban la carretera , obstruían el tránsito a cada paso. Una vez me bajé para caminar hasta la fiesta, me vi obligado a esquivar caballos, motoras y four-tracks que me zumbaban por el lado a cada paso del camino.
Solo hay una manera de entrar y salir al barrio de Don J, una sola calle que desciende varias millas entre colinas frondosas y ojos de agua. Ese punto único de acceso quedaba cerrado al tránsito vehicular. Un guardia con porte de fisiculturista, contratado para el evento, intentaba redirigir a los carros que insistían con entrar de cualquier manera. “La estoy pasando mal, el año que viene que no me llamen”, me dijo, “Hoy todo el mundo dice que tiene derecho a pasar porque es familia de alguien en el barrio”. De alguna forma había logrado imponer un poco de control, sin embargo, y una fila de veinte personas esperaba bajo el calor de la mañana. Hacían cola para montarse en las largas guaguas escolares que se habían alquilado para transportar gente hasta el evento. Pero los autobuses amarillos se demoraban y los de la fila se impacientaban. Un mar de cervezas Coors Light se movía de neverita en neverita para contrarrestar el efecto apabullante del sol.
“A mí que me dejen pasar primero, que yo soy impedida”, refunfuñaba la señora frente a mí, una mujer sesentona con un sombrero de vaquero de cuero negro. Entonces bajó la voz para airear su verdadera preocupación con la niña adolescente que la acompañaba, “Si esto no avanza se va a acabar el pitorro…”.
Una hora después había llegado a mi destino. Un barrio en el que viven unas 400 personas se sacudía con la ola humana que lo invadía. El área residencial, con casas de dos pisos y balcones con gruesos balaústres de cemento, se instalaba en un valle rodeado por mogotes verdes. Varios relieves tallados en la pared de la montaña marcaban el punto donde aparecían las primeras casas. Uno de los más sobresalientes mostraba el rostro de Filiberto Ojeda, efigie que compartía la roca en la que estaba incrustada junto a la cara gigante de un pirata, parcho en el ojo incluido. Un cruzacalles que leía “Sexta Fiesta Jíbara” le daba la bienvenida a la nueva camada de visitantes sedientos que se bajaba de la guagua escolar.
Había pitorro en todas partes. Los vecinos habían puesto mesas con pequeños cocos rellenos de cañita y vasos de plástico con todo tipo de sabores frente a sus casas. Los cocos, sellados con un corcho para cubrir el hueco por el que se introdujo el ron, se mezclaban indistintamente con los vasitos rojos y verdes, un colorido que les daba aspecto de limbers alcoholizados. Personas con pavas, camisas de manga larga amarradas alrededor del ombligo y mahones enrollados debajo de la rodilla se paseaban entre la multitud, siguiendo a la perfección el código de vestimenta impuesto por los organizadores.
“Todo el mundo se viste de jíbaro porque esto es para darle un ejemplo a la juventud de este siglo de que nosotros somos jíbaros puertorriqueños”, me explicaría luego Don J con su decir tan enredado como siempre. “Eso es llevar en nuestras mentes -en nuestras almas- la cultura nuestra de que somos verdaderos puertorriqueños”.
Puerto Rico tiene una obsesión artesanal. Cada mes –a veces parece que cada fin de semana- hay festivales alrededor de la isla que caen bajo esa categoría amplia y difusa. La hamaca, el güiro, la longaniza y el mundillo: hay jornadas dedicadas a eso y mucho más. Este era un festival gigante del pitorro y otras artesanías que se vendían bajo el signo ambiguo de ser “jíbaras”. Había puestos con pilones caseros de madera al lado de otros que ofrecían chucherías de plástico made in China. Le compré el primer vasito de ron a un vecino que seguía las normas de vestuario a medias. Llevaba una pava en la cabeza, como tantos otros, pero en vez de una camisa arremangada lucía una camiseta con un lema inolvidable, “Pitorro clandestino, más boricua quel coño”.
Luego de quince minutos más de abrirme paso entre la muchedumbre, llegué al centro de la fiesta, un descampado del tamaño de un campo de fútbol. Ya lo había visto en mi primer viaje, quedaba muy cerca de la entrada al centenario Camino Real, donde Don J esconde su alambique. Lo que en aquella ocasión me pareció vacío y desolado se había convertido en un pintoresco Disney World criollo. Una multitud de visitantes se congregaba alrededor de las atracciones que los organizadores habían construido. Menudo y sonriente, Don J se movía por el lugar con una energía eléctrica que desmentía sus 71 años. El disfraz jíbaro no se desviaba mucho de su vestimenta habitual: en vez de gorra llevaba una pava con las alas de los lados dobladas hacia arriba, a lo vaquero, y un machete en la mano. Para rematar, se había echado un viejo saco de tela al hombro.
“Llegué como a las ocho de la mañana y ya he sacado como tres galones de cañita, pero no los he vendido”, me dijo mientras me daba una gira por el lugar. “Esto es para dar una demostración de cómo se destila el ron cañita y luego para que cada cual se lleve su copita y hagan su coquito”.
El foco de la atención era la tarima en una esquina del campo, donde un niño trovador esperaba a que su conjunto musical enchufara cables y micrófonos. La maestra de ceremonias, cuyos gruesos espejuelos y flores en la cabeza la hacían ver como una principal escolar durante el día de la puertorriqueñidad, intentaba cubrir el bache con una ristra de anuncios pintorescos. “Un saludito al compay Manolo, que está por ahí hincándose el pitorro”, mencinó con su voz aguda antes de dar un mensaje sobre primeros auxilios. “Y otro a la comay Justa. Mira que la comay anda por ahí con un maletincito que si a usté le da un mareíto ella saca una pastillita que lo deja, mira, como nuevo”. Al lado de la tarima había un ranchón abierto donde una cola extensa hacía fila para servirse un pedazo de lechón a la vara. Unos pasos más allá la gente se paseaba alrededor de una casita a dos aguas, las paredes hechas con tallos de palmares. “Yo crecí en una casita poco más grande que esa”, me dijo J, “Así era el barrio completo”. Al otro lado, dos muchachos removían con picos y palas una paila negra de carbón. El humentín que levantaban se esparcía por el solar como una neblina repentina, dándole un aspecto fantasmagórico a los celebrantes disfrazados.
Todas las señas de un Puerto Rico idealizado se recreaban para el disfrute de los visitantes, aunque el efecto final se sintiera extrañamente desnaturalizado. Las vicisitudes cotidianas de un pasado difícil quedaban saneadas, dándole paso a memorias cosméticas reconstruidas bajo el lema “recordar es vivir”. En nombre de una fiesta que solo presentaba “las costumbres bonitas de antes”, Don J limaba las asperezas de su propia niñez.
“Yo pasé hambre”, me dijo de su infancia en un paréntesis que no compartió con los demás visitantes. “Mi papá era un hombre muy responsable, pero no había trabajo. Aquí tu ves que la gente viven ahora como millonarios -se puede decir-, porque tienen carro, cable tv, buenas casas en cemento; hasta carreteras y recogimiento de desperdicios sólidos tenemos. Eso no se veía aquí antes. Imagínate tú que un obrero que picaba caña lo que ganaba eran 18 dólares semanales, ¡y con eso había que mantener a una familia! Las viandas por suerte se cosechaban aquí mismo y con eso uno más o menos comía. Pero la alimentación era muy pobre y la gente se morían jóvenes, como mi papá, que murió joven”.
Luego de llevarme por los distintos puntos de interés, Don J me llevó a la última parada, la exhibición que él mismo montó. Había instalado el alambique bajo un techo de zinc sostenido con cuatro palos. Justo al lado de aquel cobertizo rudimentario había un gran peñón de roca caliza que resguardaba el fogón de la brisa, logrando que la leña se quemara sin mayores problemas. Era uno de los puestos más concurridos, un kiosco que se llenaba de visitantes que se acercaban con cocos rellenos de caña en las manos. Por el momento, el Don Q con Coca Cola, el mojito de Bacardí y el chichaíto de Palo Viejo quedaban olvidados. Pitorro puro y duro era lo que pedía la ocasión.
“Ese es el proceso original, papá”, escuché que le decía un chico con gafas oscuras de pasta y un sombrero Panamá a su amigo. Acababan de llegar al cobertizo bebiendo cerveza y se detuvieron para leer la cartulina pegada a uno de los postes, donde se detallaba cada paso de la destilación. Don J aprovechó el momento para hablar una vez más de cómo se sacaba ron hace 40 años. No había que darle mucha cuerda para que dictara una clase magistral sobre baticiones y perlas y sabores; de las costumbres perdidas y las tradiciones de los antepasados.
La charla seguía su curso cuando se escuchó el sonido hueco de gotas cayendo sobre plástico. Era una tanda nueva de ron que salía de la llave al pie de uno de los drones. Enterrada en la tierra, una botella de jugo de manzana recogía todo el licor recién destilado. “Ahí está el meaíto”, anunció J, “¿quién quiere una prueba?”. Los chicos de la cerveza fueron los primeros en dar un paso adelante. Don J desenterró el envase, dejando entrever el líquido cristalino detrás de las manchas de tierra. Luego de servir varios vasitos, le ofreció un trago a todo el que se acercara. El muchacho de las gafas de aviador acabó con las manos llenas; en una tenía el ron y en la otra la cerveza. De momento parecía no saber de cual beber primero, pero acabó por llevarse el vasito a la boca de un golpe. “Diablo, está fuerte”, dijo con voz ronca y procedió a beber lo que le quedaba de cerveza. Al acabar, la tiró sobre una montaña pequeña de latas de Medalla y Coors Light que se amontonaban al lado del alambique.
La demostración se detuvo abruptamente cuando llamaron a Don J de urgencia desde la tarima. “¿Dónde está el poeta del barrio? Mire compay J, que ahora le toca a usté”, se escuchaba decir a la maestra de ceremonias a través de las bocinas. Dejándolo todo atrás, nuestro alambiquero se apresuró al escenario. Parecía estar en todas partes, sirviendo pitorro un momento, cantando al próximo, paleando carbón un poco después. Los muchachos también salieron del descampado, la última vez que los vi caminaban hacia un puesto de cervezas.
Al verlos alejarse recordé algo que me había dicho Don J durante nuestro primer encuentro. “El pitorro mayormente es en Navidad. El resto del año se consumen otras bebidas. Después del Año Nuevo ya casi nadie toma ron cañita”.
Mientras tanto, J había llegado al escenario, donde mostraba sus destrezas de trovador improvisando junto a un conjunto típico. “Y yo les canto con amor siguiendo mi ejecutoria”, cantaba al ritmo de una llanera. “Porque llevo hoy en mi memoria aquella triste faena, que muchas noches la pasé sentao velando una hoguera”. Una fila de hombres y mujeres en la madurez de la mediana edad bailaba frente a la tarima, vasos de pitorro en mano. Un hombre bigotudo y barrigón que se contoneaba con movimientos erráticos alzó una bandera puertorriqueña. Una conmoción visceral arropó al público, cuyos gritos y aplausos retumbaron en el monte.
En el fondo de cada gancho de caña queda la fragancia que deja esa puertorriqueñidad desinhibida. Al final lo que queda es una bebida nacional cuya única patria es la Navidad. De febrero en adelante la gente dejará el meloso sabor a fruta ardiente para regresar a sus marcas regulares, diluyendo el perfume del pitorro en las bebidas industriales de siempre. Por el momento, la singularidad de cada vasito de ron artesanal se celebraba con las impurezas perfumadas de una caña destilada a la ligera. Mañana se le volvería a poner un tapón a ese aroma.
NOTA: Esta es la cuarta parte de una crónica sobre el pitorro puertorriqueño dividida en cinco capítulos. Accede aquí al primer capítulo: Metiendo caña; al segundo: Agua bendita para un altar a la patria; y al tercero: La resaca. La semana que viene publicaremos el capítulo final: El último trancazo.