Advertencia: esto es solo una reflexión
Dentro de todo eso, a veces es difícil elegir las rutas de vida y las palabras que usaremos para nombrarlas y crearlas. Y es ahí donde me pregunto mil veces qué decir del momento que vivimos, qué decir de la violencia, de la pobreza, de la inacción e irresponsabilidad gubernamental, qué decir de la avaricia. Me pregunto qué decir sin faltar al amor, a la gente solidaria, a la siempre presente esperanza… Me pregunto qué decir para abrir puertas en vez de cerrarlas y cómo lograr sonar coherente en un país en el que los gritos de guerra conviven con los susurros de miedo o las carcajadas cínicas.
Llevo semanas, por no decir años, buscando una fórmula, una respuesta, una propuesta que me sirva para quitarme de encima este sentido de impotencia que me acompaña más de lo que quisiera. A veces he sentido que encuentro algo. Matria es un ejemplo de uno de esos descubrimientos que se hacen de la mano de personas excepcionales. Y cuando encuentro esos espacios soy feliz. Miro a Casa Pueblo, a la gente del G-8, a Alapás, Amnistía Internacional, CABE y tantas otras organizaciones y colectivos y sé que son luces que más que maldecir la oscuridad, deciden retarla. Luego, miro alrededor con algo menos de pasión y descubro que aún no somos suficiente. ¿Que hacemos una diferencia enorme desde nuestros espacios? Sí. Pero el sistema de opresión y desigualdad que nos obligó a organizarnos sigue devorando gente y sigue determinando cómo se dividen los espacios y las conciencias.
Sé que mis amigas y amigos más estudiosos que yo tienen a la mano todas las explicaciones teóricas de por qué esto es así. Sus escritos me han nutrido. También las largas horas de conversaciones o de trabajo en conjunto. Pero la pregunta que aún me queda en la cabeza y que no logro contestar, tal vez por pura terquedad “Jiménez”, es la siguiente: ¿Por qué tanta gente amorosa e inteligente aún no ha logrado virar patas para arriba el sistema? Si miramos bien nuestra situación nacional, creo que pocos países tienen tres ventajas que tenemos nosotras: la pequeñez de nuestro sistema político, la inmediatez de los espacios de acción y la estupidez crasa de quienes dirigen pensando que no vemos cómo son en realidad.
Es cierto que el trabajo de décadas ha rendido frutos y nos ha permitido llevar a los espacios de poder a gente valiosa e inteligente que llega a ellos jurando que vencerán el sistema desde adentro. Me preocupan, sin embargo, las tensiones que se generan desde dos fuerzas cuya presencia en nuestra mente es innegable. Una es la fuerza que emana de la desconfianza, del mal pensar, del querer ver traidoras y traidores en quienes antes eran hermanas y hermanos. Es una fuerza poderosa la desconfianza. Desarticula posibilidades. Genera una soledad extrema. Paraliza. La otra fuerza es tal vez más temible, y es la que emana de un sistema colonial y capitalista que reconoce el poder de las convicciones y trata de apropiarse de ellas. Ambas fuerzas nos ponen en una disyuntiva que a mí me causa malestar: ¿Debemos renunciar a los espacios de poder? ¿O debemos insertarnos en ellos y aprovechar el flujo de información, las puertas que se entreabren y las intersecciones de intereses? ¿Y a quiénes sacrificaremos? ¿Quiénes se arriesgarán a estar por pura convicción en esa línea de fuego y soledad a costa del desprecio de sus pares? ¿Dejaremos que los espacios sigan perteneciendo a la avaricia?
Por otro lado, una parte de mí sabe que el sistema electoral del país no vale nada. Esa parte de mí se niega a integrarse a esfuerzos electorales mientras otra reconoce que necesitamos nuevas voces en el mundo político. Necesitamos más mujeres, más gente LGBTT y negra, más gente trabajadora. Pero, ¿están listos esos espacios para nosotras y nosotros? ¿Están listos para escucharnos con respeto y para no vernos como enemigas en sus propias filas? Cuando hablo de integración a espacios electorales me refiero a nuevos partidos… o a espacios de candidaturas libres. Al hablar de espacios electorales estoy descartando totalmente al PPD y al PNP. Esos dos partidos no deberían existir ya. Si fueran más honestos se fusionarían. Imagino que no lo hacen para no perder los puestos que ya tienen repartidos.
Sé también, no soy ingenua, que muchas de las fundaciones que apoyan nuestras organizaciones generaron su capital de la misma explotación que combatimos. ¿Son, entonces, genuinas sus aportaciones? ¿Por qué las hacen? ¿Será que saben que no lograremos llegar a los acuerdos necesarios para transformar el sistema y nos entretienen mientras hacen relaciones públicas o será que hay en ellas nuevos seres humanos con verdadero amor al país? Yo creo que hay de todo. He visto miradas de convencimiento y bondad y he visto miradas frías que maquinan lo que dirán desde un libreto de relaciones públicas. Nuevamente, la desconfianza versus la solidaridad. ¿Dónde trazamos la raya entre lo correcto y lo conveniente?
Sé que el mundo sería más fácil de entender si las cosas fueran blancas y negras. No tendríamos que hacernos tantas preguntas. Habría malos y buenos y ya. Como en las películas de súper héroes. Pero el mundo que nos toca sanar es multicolor y el significado de cada tonalidad puede ser subjetivo. Reconocer esta realidad es una de las cosas más terribles que he tenido que enfrentar porque me obliga a mirar más allá del odio de clases, de la fuerza de la ira y de la desconfianza visceral. No que lo tenga resuelto. Aún no soy capaz de amar al prójimo mal encarnado en algunos líderes y lideresas que se levantan cada día con el firme propósito de alimentar la desigualdad desde prédicas o discursos de odio. Tampoco me siento capaz de perdonar la negligencia y la cotidiana traición a nuestro pueblo de quienes tienen el capital y el poder para tomar las decisiones que necesitamos y se dedican a terminar de quebrarnos económica y moralmente.
Todavía no tengo respuestas que me den paz. Por eso, no me atrevo a decirles qué es exactamente lo que necesitaríamos en este momento en nuestra Isla. No tengo la gran propuesta que muchos y muchas esperamos ver. Pero creo que puedo decirles lo que, en mi opinión, está de más. Están de más los partidos políticos tradicionales. Está de más esperar que el Gobernador tome decisiones sabias para el país. Está de más esperar que la Legislatura arregle con leyes lo que ellos mismos han destruido al recibir en sus oficinas a quienes atentan contra los derechos humanos del país. Está de más recurrir a frases hechas que nos hacen ver iguales a quienes nos han destruido por décadas. Está de más disfrazar el liderato que emerge de nuestras bases para que se parezca al tradicional. Está de más esperar que una fundación, una agencia o algún sindicato nos convoquen a una mesa de reflexión y acción e ignorar las convocatorias propias. Está de más seguir esperando que la misma gente de siempre nos resuelva la patria. Está de más asumir que hay un solo espacio de poder al cual debemos integrarnos. Todo eso se ha tratado y miren dónde estamos.
Ya entramos en diciembre. Se cierra otro año. Quisiera pensar que habrá vacaciones y que descansaré unos días. Pero sé que, a riesgo de parecer una loca obsesiva, eso no será posible. Es que tener los ojos abiertos tiene sus pros y sus contras. De nuevo las contradicciones. Ver la belleza y gozarla. Ver la miseria y sufrirla. Amar y de vez en cuando sentir aletear el odio. Combatirlo para no dar la victoria a quienes crecen con él… y soñar. Y sí sueño con una mesa solidaria llena de gente buena que se mueva desde el amor y que sea capaz de ver lo chiquito que es ese monstruo llamado desigualdad cuando lo comparamos con la fuerza de nuestras convicciones. Una mesa de equidad y convocada desde nosotras y nosotros. Una mesa de diálogo transparente en la que todas las personas entiendan que no hay agendas superiores a otras porque todas son parte de una agenda mayor. Quizás ese sea el mejor inicio de un año nuevo. Reconocer que podemos crear un nuevo espacio de poder que depende solo de nosotras y nosotros y que todas las causas son la misma causa: amar y valorar la humanidad.