César Concepción y sus contextos

César Concepción tocando la trompeta para la emisora de radio del pueblo de Puerto Rico WIPR.
No estoy muy seguro de cómo me enteré que en Cayey había un músico de extraordinarios quilates que tenía una orquesta que llevaba su nombre, César Concepción. Podría haber sido a través de una garata, o garatita, que presencié sin que hubiera testigos, entre mi viejo y mi vieja, que contó con un trasfondo musical de una de las plenas que el mismo César Concepción les dedicó a los pueblos que celebró, inmortalizándolos generosamente. No estoy tan convencido de que se tratara de la dedicada a Cayey, a Salinas, o a San Germán, mis favoritas por distintas razones. Yo tendría cerca de 8 años y mis progenitores andarían más o menos por los 35. Acababan de regresar de un baile en el Social Club de Cayey, a dos cuadras literalmente hablando de nuestra casa, que quedaba frente al hospital nuevo, hoy el hospital del alcalde, según decimos, agradeciéndoselo, por cierto.
El Social Club ocupaba los altos de la cafetería de Nico Correa, Nico, quien era responsable de matarle las hambres a los que en Cayey continuaban de barra en barra hasta la madrugada, casi siempre románticos, que no salseros todavía, aunque casi casi, ilusionados con pertenecer algún día a una orquesta como la de nuestro famosísimo compueblano. Pero se trataba de por lo menos la tercera cafetería de Nico pues la primera había estado en Cidra y la segunda frente a la plaza, en la calle Núñez Romeu, muy cerca, o en el mismo edificio que albergaba el Café y Hotel Plaza, que más tarde llegaría a ser la fraternidad Gamma Sigma Phi. Un poco más acá o un poco más allá tenía en un segundo piso su residencia don Monche, que era como se le llamaba a Ramón Frade, otro cayeyano inspirador.
El Social, pronunciado en inglés como soshal, estaba al otro lado del pueblo, por la calle Muñoz Rivera, antes Santa Helena, casi al frente del Teatro Angélica, en unos altos que tenían entrada hacia el norte y desde los cuales se observaba el pequeño palacete de don Tomás Rodríguez y doña Angelina Mendoza, que a su vez tenía un canastito de baloncesto donde se veía jugar a su nieto y sus amigos, de los que yo era uno. En aquel Social Club se celebrarían durante décadas bailes extensísimos que duraban hasta las tantas de la noche, aunque más bien de la madrugada, pero que no se habrían terminado nunca si hubieran celebrado un referéndum, o plebiscito, entre los allí presentes. Contrario a don Monche, del cual nadie jamás dijo que le había protestado a Nico por el ruido de su cafetería, los vecinos del Social tenían amenazado a Caco León no por no ponerle fin a la música, que también les gustaba a ellos cuando no estaban sus esposas, sino por no acabar con el ir y venir escandaloso de los que se quedaban afuera porque en el baile no cabía un cuerpo más y habían llamado a la policía que debía de venir por allí, pero que nunca aparecía. Y al día siguiente, desde temprano buscaban a Caco, a quien se querían comer vivo, además de don Tomás, el ferretero Bernardino Vázquez, y el dentista don Ramón Torres. Las casas de estos dos últimos eran de madera y temblaban, decían ellos, con aquella gente que se arremolinaba alrededor de aquel macizo edificio y ocupaban las aceras y las verjas de sus casas. Preso tenía que ir Caco que era después de todo el responsable, repetían aquellos vecinos.

El músico, trompetista y director de orquesta César Concepción (Cayey 1909-San Juan 1974)
Pero que se tenían que terminar aquellos bailes, era una verdad que a muchos no les gustaba y al Viejo mucho menos que había bailado mil veces allí, sobre todo cuando quien tocaba la trompeta era César y la orquesta era la de César y la rumba era la de César y el entusiasmo, el ánimo y el ambiente lo había traído César otra vez, que era un cayeyano que se había criado por allí cerca, en lo que se conocía como el Ensanche y el antiguo hospital, luego convertido en Asilo de Ancianos. Nadie realmente cuestionaba que era de Vieques, pero algunos, interesados en apropiarse de su aura, definitivamente más jóvenes, insistían en que donde se había criado era en el Ensanche, que era donde su hermano todavía vivía. A los 12 de todos modos se había ido para San Juan con su trompeta, pero cuando regresaba a tocar en las fiestas patronales, o en el Social, donde se le veía era en aquella vivienda de la Lucía Vásquez, entre el colmado bar de Basiliso, que está ahí todavía y la misteriosa casa de cemento que sigue allí también, y de frente a la, todavía allí también, Iglesia Adventista. Era la casa de su hermano, por donde ciertamente pasaba un rato, pero solo un rato porque mientras esperaba a que dieran las 9:00 para irse acercando al Social, donde más se le podía encontrar era en la casa de Caco León, dueño de camiones a quien todo el mundo conocía y apreciaba por su carácter afable. La visita a aquellos altos era de rigor pues allí se preparaba el ambiente para las horas de fiesta que le seguirían.
Caco León y su esposa habían fundado el Social Club, como otros cayeyanos, habían fundado el Club Exchange, el Club de Leones y el Club Rotario y no se diga nada de las fraternidades que se fueron organizando por egresados de la escuela superior Benjamín Harrison que se resistían a no verse más después de la graduación, como la Gama, la Omicron y la Upsilon, entre otras. Cada una contaba con sus seguidores, pero también con sus detractores pues, decían, no era lo mismo pertenecer a los Leones, gente generosa, que a los Rotarios, comerciantes y profesionales blanquitos. El Social Club era, desde luego, en el que más se bailaba, aunque siendo como eran aclimataciones boricuas de inventos yanquis, en todos aquellos clubes se bailaba en las festividades que mandaba y exigía el calendario, léase Día de los Enamorados o San Valentín, Sábado de Gloria, el último día de las patronales, a veces Halloween, en ocasiones en alguna víspera de Reyes, etc. En Cayey se bailaba tanto que alguna vez se pensó llamar al pueblo la capital del baile, pero quien lo propuso no llegó a alcalde; eso me dicen.
Aquella visita que le hacía César a Caco León y a su esposa en ocasiones contaría a menudo con la presencia no puedo decir inconfundible porque su hijo ya se hacía famoso también y los confundirían, de Mariano Artau, el gran locutor radial, y mantenedor televisivo, organizador de eventos artísticos y rescatista de nuestra cultura, ¿y por qué no decir humanista? Sí, Mariano Artau, quien era el locutor más famoso de aquellos cincuenta sesenta y comienzos de los setenta, venía a Cayey no solo porque era íntimo amigo de César Concepción desde finales de los treinta, sino porque era el administrador de la orquesta de César Concepción y si era todo esto, hay que decir que cuando César se planteó, como dice Artau en viejas entrevistas, la plena bailable y que se combinara con el mambo, tenía como interlocutor a uno de los más atentos conocedores del panorama musical isleño. Artau, alerta a la creatividad de César, era consciente de las sendas implicaciones que tenía todo aquello. ¿Y la relación entre la plena y la bomba? Estudiosos del tema atenderían el asunto durante décadas.
La genialidad de César había consistido en poner a bailar a todo el mundo. A la postre todo se podía bailar, pero además agarrados. De todos modos, había mucho en el ambiente y no solo César incorporaba la bomba al salón a través de la plena y hasta el calipso que era la música de las hermanas islas, se incorporó al bembé. Era la época en la que los más jóvenes nos pasábamos gran parte de los cumpleaños arrastrándonos por debajo de un palo de escoba, bailando el limbo, práctica musical que decía tanto sobre la ingeniosidad caribeña y que dejó a más de uno, o una, batido y avergonzado en el piso
¿Pero qué le pasaba al viejo aquella noche? Era como si alguien lo hubiera introducido en una muy peligrosa convicción de que en asuntos de fiestas él se mandaba y podía tomar decisiones sin contar con lo que mi mamá pensaba, sobre todo cuando él ya había dejado de pensar. ¿Qué se creía? Ella, furiosa, le reclamaba que ya estaba bueno, que estaba cansada, que los pies le dolían, que habían bailado lo suficiente. Pero él no pasaba del pero… y ella volvía, con ojos penetrantes a reclamarle que se metiera en la cama y que se dejara de cosas, que era que estaba borracho y no sabía lo que estaba diciendo ni estaba por hacer. Bastaba por aquella noche y posiblemente, César estaba complaciendo a todo el mundo con más y más ñapas, pero ya mismo se terminaba el baile porque era tardísimo y todo había estado lo más bien, pero, otra vez, los que quedaban allí era gente que probablemente ya se estaba yendo de todos modos.
Mi vieja no había podido haber disfrutado más, sobre todo con aquellos boleros que eran para volverse a enamorar porque la orquesta de César sabía de boleros más que ninguna otra agrupación en Puerto Rico. Ni la de Rafael Muñoz, ni la Panamericana de Lito Peña. Ni aún Moneró cantaba mejor que Joe Cuba, aunque Dany Rivera, quien se había iniciado con la orquesta de César, anticipaba que le haría competencia. Pero ya eran las tantas y el viejo de todos modos estaba rendido y ya apenas ofrecía mucha resistencia.
Entre los boleros que Cesar Concepción había interpretado, algunos compuestos por él, otros no, pero no importaba porque el filin era el de él, estaban Alma, Mil años, Que mucho te quiero, Lentamente y hasta el Donde quiera que tu vayas que era de Diplo, quien había sido maestro de educación física en Cayey también y que todos relacionaban con José Luis Torregrosa, porque este último, junto a su hermana, Ana Luisa, los había introducido en el arte de darle a todo lo que se hiciera un tono artístico, aunque fuera bromeando a través de las ondas radiales y en la incipiente televisión.
Mientras tanto, el viejo mío se iba quedando dormido, murmurando alguna expresión de solidaridad y sobre todo de admiración pues César era la representación máxima de la música en todo Puerto Rico y ¿quién no era amigo de César, que había puesto a Cayey en todos los ámbitos musicales?
Uno de mis tíos era el que más se ufanaba de ser íntimo amigo de César, quien, según él, se había criado por allí mismo, por el Ensanche, no en Vieques, volvía a insistir. Este se jactaba de que lo iba a ver cada cierto tiempo al Escambrón Beach Club, al Caribe del Caribe Hilton, al Tropicana, al Flamboyán y a tantos de aquellos hoteles que se construían a finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta y que dejarían atrás la laguna y se iban a quedar primero con el Condado y después con Isla Verde.
El tío también iba a verlo a las fiestas patronales de Salinas, pueblo al que no se le permitía ir por su cuenta al viejo, porque a mi mamá le encantaba el pescado de Ladí y si él iba, ella tenía que ir. Ladí era la dueña del mejor restaurante de pescados que había en el país y se decía que había pasado de una fogata al aire libre a una construcción posibilitada por varios españoles de Cayey que les encantaba cómo ella lo preparaba. Ladí, con su mojo isleño, se había convertido en la persona más famosa de aquel pueblo, hasta que César, aunque no la había compuesto él, había inmortalizado a Salinas para todos los tiempos con la plena, más bien un calipso, dedicada a las saladitas; desde luego, pegajosa, nadie lo dudaba, pero no lo era más que la de Cayey, lo que todo el mundo (en Cayey) le agradecía.
Mi viejo no se quedaba atrás reclamando a César Concepción para sus anécdotas, la mayoría de las veces plagiadas de aquel hermano mayor, que era un bohemio con carnet de identidad. Claro que cuando se trataba de una conversación con su hermano, el asunto cambiaba pues no lo podía citar, pero tampoco no se quería quedar callado. Entonces cambiaba de estrategia, trayendo a Caco a colación, que era la autoridad suprema en torno a César pues lo recibía en su casa cada tres o cuatro meses. Además, en tales ocasiones, siempre con el tono de que sabía mucho más porque Caco se lo contaba, mi papá iba clausurando la inevitable discusión cuando le recordaba que mi vieja y él habían sido padrinos de boda de Caco y de su esposa y por lo tanto, valiéndose de una falacia de autoridad por encima del plato, le indicaba que sabía mucho más sobre César y su ambiente que él.
Quizás fue escuchando al viejo y a mi tío en esta especie de tiraera, adelantada a los tiempos, sobre quien tenía más anécdotas en torno a César; como me enteré de su existencia. Y me daba pena con el viejo, quien había venido al mundo en el 1925, porque mi tío había nacido hacia el 1915, lo que le daba una gran ventaja al argumentar que había compartido en alguna fiesta con el famoso trompetista, venido al mundo en el 1909. El viejo era demasiado joven. Además, no tenía nada de bohemio, mientras que mi tío cantaba, declamaba, tocaba la guitarra, se había divorciado tres o cuatro veces y usaba una boina. El viejo no. Yo le escuchaba cantando a solas, sobre todo boleros que le causaban una sonrisa apenas perceptible, pero por lo demás no había desarrollado sus destrezas artísticas, aunque alegaba que había tocado la batería en el colegio en el que había estudiado su escuela superior.
Lo que se decía de César sobre destrezas, talentos y genialidad era algo distinto. Se trataba de alguien que parecía haber nacido tocando una trompeta y sin muchos maestros, aunque sí los tuvo desde que formaba parte de la banda que le añadía la música a las películas silentes que se ofrecían a finales de la segunda década del siglo veinte en el Teatro San Rafael que quedaba frente a la plaza y la parroquia de Cayey. Se decía, aunque era realmente mi tío quien nos lo había dicho en casa, que en una de las ocasiones en que había estado en Nueva York lo habían intentado reclutar para que se integrara a una de las orquestas de la época, aquellas big bands, que tenían grandes intérpretes, como él lo era.
Pero, además, y en elogios como este mi tío proyectaba una admiración sin límites, ni aun Lou Armstrong tocaba la trompeta como lo hacía César, ni había compuesto piezas movidas como plenas, o piezas serenas, como aquellos bolerazos que interpretaban sus cantantes. Además, creativo, valiente y con visión de buen negociante, César organizó con la ayuda de Mariano Artau y otros, su propia orquesta big band para que no hubiera dudas sobre la superioridad musical de los boricuas. Ni la de Benny Goodman, ni la de Count Basie sonaban como la de César allí en el Palladium, entre Broadway y la 53, donde tanto boricua fue a bailar con él, lo que es un decir.
La marca César Concepción pegó. Aunque algunas de las plenas no eran de su autoría, no lo parecía. Quien compusiera para la orquesta de César Concepción tenía que tener en cuenta el estilo de César, su “delivery”, y fueran o no fueran composiciones de César, acababan siendo de él porque sonaban a él. Y era porque había logrado un estilo particular que parecía disolver lo que se le acercara. Quizás Mariano Artau sabía quien las componía o si no eran plenas propiamente, según pasaba con la dedicada a Salinas, que como dice el mismo Artau en una entrevista de hace medio siglo, no es una plena, sino un calipso. Pero además la había compuesto un tal Héctor Hernández.
Todavía me pregunto cómo fue me enteré sobre su genialidad. Pudo haber sido por la plena dedicada al equipo de baloncesto de San Germán, el llamado monstruo anaranjado y su estrella Arquelio Torres, siendo el baloncesto mi pasión de juventud. ¿Pero una plena dedicada a un equipo de baloncesto? Esta plena que honraba a Arquelio Torres no era distinta a las otras plenas que se le dedicaron a Mayagüez y a Ponce y a Cataño y a Bayamón, como la que se le dedicó a Yabucoa o a las distintas universidades. O las que se les dedicaron primero a los equipos de beisbol profesional y luego a los de baloncesto superior. Y si había una plena para San Juan tenía que haber otra para Ponce.
Se trataba de la evolución articulada y exitosa de un artista consumado, en toda su plenitud creativa. Había desarrollado una forma artística con la que se sentía plenamente identificado. Esto no significaba que no tuviera insatisfacciones que lo agobiaran, sobre todo porque sabía que le quedaba mucho por hacer. ¡Cuántas plenas había todavía que componer para que cada puertorriqueño tuviera la suya! Hasta la misma plena criolla recibió su plena y por lo tanto la plena internacional se hizo necesaria. Y si se celebraba a los boricuas, vinieran de donde vinieran, hicieran lo que hicieran, se celebraba a los ausentes también.
Parecía que Joe Valle no improvisaba, pero sí lo hacía. También parecía que no bailaba, pero ciertamente daba sus pasitos según se ve en los videos de la época. Además, César lo hacía detrás de él. Hay que decir por lo tanto que allí también había, como en la otra salsa y entre los soneros que han sido más conocidos que Valle, una invitación a los diálogos del soneo y del baile, un diálogo que iniciaba César con sus composiciones dedicadas a los distintos pueblos, por humildes que fueran, y que le respondían los que las bailaban.
Con esto se puede decir que contribuyó al avance de lo heterogéneo, a la heterodoxia, a la llamada diversidad epistémica, que parecemos reconocerle como exclusiva de la otra plena y que ahora llamamos salsa. César y su creatividad aportaron a esta algunos de los condimentos fundamentales.
Allí donde estuvo el Social Club antes de que se quemara, estuvo el San Luis Arena y allí se curtió más de un gran boxeador cayeyano, comenzando por Pedro Montañez, el gran Peyo. Según me cuenta Julio Varela, quien tiene ya 97 años, las peleas, demasiadas, que se daban entre los clientes del Social cuando allí había baile fueron como una maldición por haberle cambiado el nombre a aquel segundo piso. Fueron tantas y tantas que Caco León tuvo que atornillar las mesas y las sillas de modo que no volaran de lado a lado de la pista de baile, según ocurría cuando se desataba la furia porque en la competencia de baile de la noche un sector se mostraba insatisfecho con la selección de la mejor pareja de bailarines. En la noche en que yo escuché aquella discusión entre el viejo y la vieja no hubo peleas porque César inspiraba respeto y una garata frente a alguien que prestigiaba a todos los cayeyanos hubiera sido una cafrería imperdonable.
El viejo era el que estaba alzado aquella noche y acabó muy mal, tanto por la riña con mi mamá, como por el infernal dolor de cabeza que le causó el Don Q con Coca Cola que estuvo bebiendo aquella noche y por el que se pagaban (litro de Don Q, dos Coca Colas y una 7Up) tres dólares, que daban para una juma respetable.