De la marca tropical
Pensé muchas cosas en mi camino solitario desde San Juan a la Dieciocho de Santurce en plena madrugada. Lamenté la perversa realidad de que mientras más arquitectos hoy están inscritos en el Departamento de Estado, peor es la calidad de la oferta de arquitectura, particularmente la impulsada por el sector público, como da fe esta milla de estridencia que empequeñece la gracia de los pabelloncitos del antiguo Paseo Covadonga al sur, o la dignidad del San Juan Bautista del dedo parado al norte.
Pensé en el ojo estético de la Jenniffer González y el Tommy Rivera Schatz, y la intuición que tuvieron para anticipar la prisa con que su legado debía instalarse, limitada su ventana de tiempo a unos muy breves cuatro años. De ahí la urgencia por embutir el espacio público con cuanto cacharro y tarja marmórea encontraron. Y es que hay más mármol por pie cuadrado aquí que en la mansión de Tony Montana en Scarface, que dicho sea de paso no había visitado desde el 1983.
Experimenté en esas tempranas horas de la madrugada violentas y perturbadoras fantasías (pienso aquí en la escena final de Scarface, con mármoles volando en todas direcciones bajo el impacto de erráticas ametralladoras), no contra nadie en particular sino contra la integridad de esta monumentalidad de showroom de baño en la carretera vieja de Caguas.
Temo levantar bandera explayando mi espíritu de comemierda arquitecto al reducir a burla los intentos conmemorativos de mis conciudadanos legisladores. Sé que esa parte de la psiquis de los arquitectos no se le hace simpática al resto, que piensa que uno siempre lleva un insulto en la punta de la lengua contra las charrerías boricuas que cada cual instala en su casa, y que es mejor que ni uno la vea no sea que nos entre la vocación de Cristo enfrentando a los prestamistas del templo y la emprendamos, marrón en mano, contra los desaciertos de ciudadanos comunes que piensan no ser dignos de que un arquitecto entre en su casa, y que solo un contrato de diseño –al carajo con las palabras– bastaría para sanarlo.
En realidad tiendo a rehuir de esos estereotipos de arquitecto tiquismiquis y finodo que flota antes que caminar sobre la vida cotidiana. Es cierto que me he visto denunciar el despelote/desovulario en el mantenimiento de los edificios y espacios públicos de la UPR en Río Piedras como el peor y más elitista de mis colegas, sí. Pero lo hago convencido de que entre las muchas razones matemáticas que justifican el apestamiento colectivo en Puerto Rico, el abandono y rudimentario manejo del espacio público es el asesino silencioso de la felicidad individual. Peor que la insatisfacción sexual; así de mala está la cosa.
Admito que los arquitectos aportan muy poco para todo lo que critican. Es cierto. Quizá el asunto comienza con la muy adoptada postura de “lamber ojo” antes que meterse con los poderes que normalizan el adefesio en el espacio público. Y es que de todas las profesiones dispuestas en el cuadro de peritos de lo público, el arquitecto figura como el más “lambón” y “baciyelmista” a la hora de meterse con juicios que anulen el organigrama del poder; por eso es más fácil optar por ensañarse contra la fealdad, es decir, exteriorizar la crítica en abordajes de materiales y espacios mal concebidos, antes que denunciar al cliente ganso e irresponsable.
Lanzo esta advertencia en momentos donde nuestro gremio, que se ha quedado sin clientes, redirige sus cañones a posiciones administrativas de envergadura, por eso de evitar la quiebra personal. Sería yo el último en recomendar un arquitecto para grandes proezas al frente de una institución pública, y mejor lo digo así, insolidariamente contra mi gremio, que insolidariamente contra el resto de la población.
Mucha de mi objeción personal hacia los arquitectos viene del entusiasmo con que se pegan a marcas, modas y estribillos con tal de evadir el vacío crítico en el cual operan. Los arquitectos son expertos en extirparle contenido a las cosas, usando como excusa la razón estética, como si fuera una ciencia oculta que exige fe incondicional y suspensión de la duda. Así, las complejidades del destino “Puerto Rico” sucumben a etiquetas simplificadoras como la “arquitectura tropical”, que busca alejarse con toda intención de asuntos socioculturales propensos a levantar callosidades o traer arena movediza a la zapata. La tierra firme se logra aquí relocalizando la discusión a términos menos polémicos, a espacios de imaginados consensos e identidades de “sentido común”, porque la voluntad lambeojística se impone al análisis redondeado y difícil.
La moda de tropicalizarlo todo ya llega a alcaldes y funcionarios públicos, que de un tiempo para acá se han visto vulnerables a la falta de contenido de mis colegas (ni que a estos distinguidos funcionarios les sobrara la capacidad reflexiva como para permitirse diluir la que traen, pero bueno). Fue así como el trópico se me apareció a las dos de la madrugada regresando del aquelarre de la San Sebastián en el rótulo que designaba la zona como el “Boulevard Tropical”, último follón o exhalación de Jorge Santini, (aún no decido por cual orificio ubicar la metáfora), quien vio gran uso en las etiquetas y estribillos rimbombantes, seguro que asesorado por algún arquitecto.
El asunto de las marcas siempre es sospechoso. Por lo general las marcas aparecen cuando no están los contenidos, o cuando el dinero para producir las obras escasea, pero la urgencia de generar capital político contra ellas crece. El desfase entre oferta de obras aún por hacer y demanda de votantes que quieren ver para creer se resuelve, pues, con carteles, visualizaciones computarizadas y Photoshop. Traigo a la memoria que el recurso fue antes usado agresivamente por Aníbal Acevedo Vilá con la “Ciudad Red”, la “Ciudad Mayor” y una retahíla de nombres hiperbólicos que procuraban enmascarar la ausencia de dirección en un cuatrienio de mucha jugada política y poco gobierno. En el caso particular de Santini, se sabe que el Photoshop y el mercadeo disimulaban un enorme déficit de fondos e inteligencia; integridad nunca la hubo, o sea, que eso ni lo contabilizo aquí.
La marca tropical no es exclusiva de arquitectos que quieren evadir escabrosos episodios de la historia, y fijarse mejor en la atemporalidad de inofensivo sabor vainilla que traen los paraísos de sol, mar, viento y montaña. La causa ecológica y el verdismo han revitalizado la marca tropical, que hoy más que explorar la mística del paisaje florido, insiste en la emergencia ambiental para favorecer una vuelta a tecnologías pasivas, empleadas en momentos de menor fulgor tecnoutópico y mayor precariedad. Ya desde ahí el trópico va siendo deformado en la memoria, anticipando la perversa estética de pobreza chic que tanto circula hoy en catálogos y editoriales de todo tipo.
Lo tropical borra aquello que duele de la historia de explotadores y explotados. Lo tropical revierte toda memoria del lugar al ámbito del ocio. Lo tropical hasta ha sido usado por mis colegas para vender sus creaciones como sensatas respuestas al clima, invitación a confederalizarnos con otros trópicos similares al nuestro, de clima gentil y hermosos paisajes, dicen ellos, de explotación, imperialismo y enfermedad “tropical”, diría yo.
Del porqué Santini rebautiza el boulevard con el mote tropical habría que detenerse a pensar un rato. Sospecho las voces de arquitectos buscones, que como he dicho ya, soplan al oído de funcionarios electos estos adjetivos empalagosos con tal de empujar un proyecto que engrose sus menguadas finanzas personales. Aún así, cuando sumo y resto no me cuadra la ecuación. Especulo que el enchule santinesco con el trópico viene de su ilusorio concepto de “Ciudad Caminable” (que traduzco hoy porque me da la gana), y posiblemente va con la idea de bajarle la temperatura al lugar, al menos en intención publicitaria, para desbancar uno de los grandes inconvenientes de este clima de ocios hoteleros, que es el puñetero calor. Veredas tropicales son de brisa y suave atardecer, no de sudores obreros, pestes endemoniadas y calenturas machihembradas sin freno, como suelen explorar las campañas publicitarias, salvo “Coors”, que instala al frío en la imaginación del consumidor con un inexplicable acento porteño (“la más refrescante del mundo”).
Tropicales son los delfines, que ya Amanda Sofía ni nosotros veremos en San Juan, y que harían pensar que toda esta fábula de urbanidades tropicales era, en efecto, un regalo para la nena menor, me explico, traerle el trópico de Disney a como diera lugar (que en realidad es sub-trópico). Quizá hemos juzgado a Santini mal, sus delirios no tienen nada de oportunismo político, sino que eran la buena voluntad de un padre que quiere adornarle la vida a su nena, borrar el exceso de realidad, fabularle la vida con delfines, trajes de princesa y fotoperiodistas que le den a temprana edad la impresión de ser el centro de su único universo. Resbalaría en mayor crueldad si me dejara ir, pero me limito únicamente a traer a la nena como sujeto del abortado trópico de San Juan para intentar explicar la marca infantil del discurso y obra de Santini, que si bien ha trascendido como espécimen de hampa y bravuconería, estaba mucho más cercano a las mamalonerías del adulto que se comporta como infante que a cualquier otra cosa.
Digo que la marca tropical es Puerto Rico en su más crónico estado de inmadurez colectiva. Es la guasa irresponsable, la relativización de todo pasado y presente, la memoria ausente y temperamental, como la de un parvulito idiota, es el niño chango sin la gracia infantil.
Los arquitectos of a certain age hemos visto la alternancia de marcas y el pareo con figuras políticas. San Sebastián 2013, de hecho, fue una oportunidad para revisitarlas todas. Del señorío rafaelista, condal y quenepero, que contó con un interés neurótico por recuperar pasados, aunque más bien inventó pasados celebratorios de algunos apellidos, olvidadizo de otros, pasa uno al rosellismo infraestructural y faraónico, que buscó arquitectos con (mal) gusto globalizado y usó más acero inoxidable que la cocina de un hospital militar. Con Sila tengo un “soft spot” que admito, pues se me hace difícil criticar la operación de arborización en las vías principales del tejido sanjuanero o la reestructuración de la placita en Santurce o la Gran Ventana en Condado. Si me propusiera atacarla, usaría otras armas, no estas.
Ahora con la Yulín al mando del Municipio de San Juan uno quisiera imaginar que esta fallida marca tropical de Santini dejará de escucharse. Una nueva cepa de arquitectos se le arrimará como moscas a miel, y con ellos vendrán otros intentos de “branding”. Ya uno sabe que el gremio acecha, y que deben estarse barajeando etiquetas y estribillos que le den materialidad (y capacidad de facturación) a los “sanjuanes de todos” y el misticismo del pitirre.
No quisiera invalidar del todo la importancia de administrar la imaginación tanto como la disposición concreta del territorio municipal. A fin de cuentas, mi adorada Yulín llegó allí mediante un astuto manejo de audiencias y contenidos, es decir, mercadeo del bueno, siendo ella la principal mercancía.
Muy en contra de lo que mis colegas quisieran escuchar —un apoyo a la acción de endeudar a los municipios en “empréstitos” para repartir el bacalao de fondos de “mejoras permanentes” entre arquitectos, ingenieros y contratistas, y así “reactivar la economía”, en realidad, “su” economía— estoy convencido de que Yulín tendría que administrar lo que ya existe antes que seguir añadiéndole pisos y garambetas a una ciudad que pierde población diariamente. Esa rearticulación del deterioro en el mismo sitio requiere un ojo menos oportunista que el del arquitecto que busca extender el alcance de su contrato.
De que los hay honestos los hay. De que los hay que se resisten al fácil juego de marcas también los hay. Mientras tanto, en lo que aparece el nuevo “mesías” de la profesión, sugiero interrogar rigurosamente a los que se venden como tal hasta que confiesen, bajo pena de exilio a un Walmart de Utah, el altar de marcas a las que rinden pleitesía.
No es difícil. Por sus marcas los conoceréis.