De vuelta al teatro político
Para Lydela y Michelle.
«…porque de pronto me di cuenta de que ya había pasado la hora de reunir gente en un teatro, aún para decirle verdades, y de que con la sociedad y su público ya no existe otro lenguaje que no sea el de las bombas, las ametralladoras, las barricadas, y demás.» –Antonin Artaud
En septiembre de 1977 asistí a la primera presentación en Nueva York del grupo Squat Theatre. El colectivo estaba recién llegado, tras varias presentaciones en Ámsterdam luego de haberse exiliado, por razones políticas, de su país de origen, Hungría. Como estudiante de drama, acostumbraba, por disciplina, ver todo lo que se anunciaba, y me dirigí a la presentación sin conocimiento previo del grupo o de la obra. Esta se ofrecía en una librería ruinosa y polvorienta, “SoHo Bookstore”, en aquellos años en que ese barrio homónimo del sur de Manhattan era un lugar sucio, abandonado y lleno de artistas. El enigmático título de la obra era Pig, Child, Fire!; el programa de mano, un papel fotocopiado y doblado por la mitad, donde se nos informaba que la pieza tenía cuatro partes.
Nos sentaron en un espacio donde escasamente cabíamos treinta personas, al lado opuesto de la única puerta de entrada y salida. Se me hizo obvio que, en caso de querer abandonar la representación, era inevitable interrumpir el espacio escénico ante los ojos del público y los actores. Los espectadores estábamos sentados mirando en dirección al ventanal de cristal de la librería, a través del cual se veía nítidamente la calle. Supuse que una vez comenzara la función, lo cubrirían con alguna cortina. Grande fue mi sorpresa cuando la obra comenzó y el ventanal no solamente quedaba al descubierto, sino que parte de la acción se desarrollaba en la acera y en la calle frente a la librería. Puesto que la acción de la calle no podía ser ensayada ni controlada, los eventos del espacio exterior —transeúntes, automóviles— pasaban a ser parte de la acción teatral. Aquellos transeúntes que se detenían a observar la acción en la acera eventualmente descubrían que tras la vidriera también había un público observando, público que a su vez se convertía en el espectáculo de los transeúntes. Quién observa a quién: esa era la sorprendente situación.
El impacto de esta presentación fue tal que poco tiempo después Squat Theatre consiguió mudarse a un espacio más amplio en la Calle 23, al lado del legendario Hotel Chelsea. El colectivo, compuesto por familias con niños, residía en el segundo piso del edificio, y realizaba sus presentaciones en el local del primer piso, un antiguo bar. Allí, por años, trabajaron en varias obras —Andy Warhol’s Last Love, Mr. Dead and Mrs. Free— que hoy forman parte imprescindible de la historia de la experimentación teatral contemporánea.
Vi Pig, Child, Fire! en cuatro ocasiones, y en una de ellas fotografié la totalidad de la presentación. (Algunas de esas fotos acompañan este escrito.) La mudanza de downtown a la Calle 23 —una amplia arteria con tráfico en ambas direcciones—intensificó la impresión inicial de riesgo real que me causó la primera presentación en aquella calle de SoHo. En la segunda escena, por ejemplo, un actor, colocado al lado opuesto de la calle, le apuntaba con un revólver a otro actor colocado en la acera frente al ventanal. Más de una vez vimos a algún inocente transeúnte correr despavorido calle abajo para evitar una posible balacera; siempre temí por la seguridad de ambos actores. Quedaba claro, para nosotros los espectadores, que la inserción de la calle, esto es, de la “vida real” en la “irreal” representación teatral nos colocaba a todos en una situación que anulaba las categorías de “real” e “irreal”.
El fuerte de Squat Theatre era la imagen violenta, imposible, extraña, surgida de la cotidianidad más anodina. Un mundo oscuro, tenso; un ambiente de represión del cual explotaba la violencia más insólita, como una pintura surrealista en vivo. La “rareza” de las acciones se intensificaba por la neutralidad con la que se realizaban. No había eso que llamamos “actuación”, las acciones se ejecutaban con una gestualidad neutra, distanciada, igual a la de los transeúntes. Con pocas excepciones, el sonido de la pieza (textos, música) estaba pre-grabado, por lo cual lo visto y lo escuchado estaban distanciados. Los espectadores quedábamos confrontados con una compleja situación: la realidad de la calle, las acciones insólitas de los actores, la conciencia de ser observados por un público externo, el divorcio entre imagen y sonido de la presentación. Todo ello nos exigía asumir un rol más activo como espectadores.
La tercera escena, mi favorita, carecía de “trama”. Comenzaba con la cena de los niños en escena, la cena real, diaria, de los hijos de los miembros de Squat Theatre. Junto a la mesa, había un televisor encendido con la recepción de un programa de la televisión local. Esta imagen eventualmente se transformaba en la imagen en directo de cada miembro del público, retratado por un camarógrafo colocado en escena. Mientras observábamos, por demasiado tiempo, los rostros de nuestra inmensa incomodidad en el televisor, los chicos cenaban en tiempo real. Terminada la cena, los niños se retiraban y una mujer, desde la acera, leía un texto mientras el camarógrafo le introducía la cámara entre las piernas para sostener en el televisor la imagen de su vulva. El texto, amplificado y leído en un inglés con fuerte acento y en un tono totalmente neutral, provenía de una intensa carta de Antonin Artaud dirigida a André Breton en 1947, en la que denunciaba y rechazaba, por “capitalista”, su exhibición surrealista en una galería de arte parisina. Esta escena, en la cual la cotidianidad familiar, los medios de comunicación masiva, y la acción poética coincidían en un mismo espacio, resumía toda la presentación, toda la estética de Squat Theatre: un verdadero ars poetica ante nuestros ojos.
La documentación y la crítica sobre Squat Theatre es amplia, y no pretendo añadir más. Más bien prefiero consignar un sentimiento que pocas veces he experimentado al asistir a una representación teatral: el de temer por la propia vida. La primera vez que vi Pig, Child, Fire!, ignorante como estaba de todo lo que sucedería en escena, tuve la fuerte impresión de que mi existencia estaba en riesgo, impresión que se mantuvo en mí durante la totalidad de la representación. De alguna manera que nunca he sabido apalabrar, las imágenes que Squat produjo me enfrentaron a mi propia mortalidad, como pocas veces sucede frente a una obra de arte. (Nombro aquí tres presentaciones más en las que tuve esta misma sensación: Luz Minerva Rodríguez en Meche la brava de Lydia Milagros González; Quartet de Merce Cunningham; y Maya Plisetskaya en Isadora de Maurice Bejart.) Intento explicarlo: Es ese momento en que no existe ninguna distancia entre lo que está en escena y yo mismo. En que mi respiración y la circulación de mi sangre es exactamente la misma de los ejecutantes, mantenida durante la totalidad de la pieza. Una sincronización absoluta de tiempo y espacio, sin interrupciones ni distanciaciones. La Verdad se hace vivencia. Es algo así, creo.
Durante las pasadas décadas he pensado en lo mucho que Pig, Child, Fire! me estremeció como espectador. En los caminos que abrió para desarrollar un teatro que asumiera cabalmente la presencia de su público y del mundo como parte de la presentación. De un teatro verdaderamente vivo, urgente. De un teatro que negara lo espectacular. Lo asumí como el modelo de lo que entiendo debe ser el gran arte teatral. He intentado impregnar el teatro que hago con ese mismo espíritu. No obstante, durante todos estos años he tenido la certeza de que ese modelo es inalcanzable, insuperable. Insuperable, esto es, hasta el pasado sábado, 24 de mayo de 2014, en que asistí a la representación de Manual del Bestiario Doméstico de Las Nietas de Nonó.
Me envían un mensaje de que debo ver esto. No tengo la menor idea de lo que es, ni quiénes son los, o las, artistas. Por disciplina, decido ir. Al ver la publicidad, me llama la atención el precio de entrada, “Público general – sugerimos el mínimo federal $7.25. Público del barrio – la entrada es Libre $0”. Tanta ironía en un precio de boleto me es irresistible.
Al llegar al lugar, listo para pagar mi boleto de entrada, nadie me cobra. Estamos en el barrio San Antón de Carolina, en casa de alguien que no conozco. Específicamente, en el patio de alguien, donde me ofrecen té de limoncillo, y tamarindos de los que cuelgan del árbol que tengo al lado. Converso de esto y de aquello con algunos conocidos, mientras espero que anuncien el comienzo de la función. Cae el sol. Todavía nadie me ha cobrado. Para todos los efectos, no espero por una obra de teatro, sino que estoy de visita en casa de alguien, tomando té en su patio. Finalmente, ya oscuro, anuncian que van a comenzar y nos invitan a pasar a otra casa.
Esta casa parece abandonada y en la sala solo hay una nevera vieja y una reproducción enmarcada, grande y gastada, de la Mona Lisa que observaré durante toda la presentación, preguntándome su historia. Cajas para sentarnos, paredes y techos raspados pero sin pintar, dos bombillas. El espacio muy limpio. Dos mujeres dirigen la presentación. Una de ellas nos pone a hacer ejercicios de movimiento, ejercicios de respiración. Odio que me pongan a hacer ejercicios escénicos. Odio que me pongan a hacer ejercicios de respiración. Hago todo lo que me dicen que haga. Nos piden que tomemos asiento, apagan la luz y comienza la obra.
Por la forma en que se presenta esta pieza, no puedo decir que estoy en el teatro, sino en casa de algún desconocido que decidió mostrarme algo o contarme una historia, sin pretensiones de llamar la atención a su ejecución. Las dos mujeres visten camisetas y mahones, ropa de diario tan anodina que de ningún modo puede ser confundida con “vestuario”. La pieza se desarrolla en escenas cortas. No percibo una narrativa general. Las escenas se suceden continuamente pero no tengo claro qué relación tienen unas con otras. Hay escenas totalmente silentes y en varias de ellas, no tengo idea de lo que estoy viendo. Solo sé que no puedo dejar de observarlas, pues creo que mi vida depende de ello. Las transiciones entre escenas no se sienten porque su ejecución es exactamente igual de neutra que la ejecución de las escenas. Aquí no hay nada de eso que llamamos “actuación”, nadie cambia su gestualidad ni su voz para hacer algo distinto a “la vida real”. Una excepción: la escena en la que el texto dice “donde come uno comen dos”, que las mujeres recitan añadiendo números mientras pelean por un mismo espacio. Me asombra el virtuosismo, tan bellamente púdico, con que ejecutan esta escena. La proximidad —compartimos todos la misma sala— en el espacio me hace consciente de la respiración de las dos mujeres, de los demás espectadores, de la mía.
Hay un niño que, sentado junto a la nevera, maneja —magistralmente— luces y sonido. A estos se añaden los sonidos y las luces del vecindario que penetran la habitación a través de las ventanas abiertas, particularmente un correr de caballos que me devuelve a un espacio y un tiempo que no es el mío pero que tampoco me es ajeno. En este espacio no estoy “fuera del mundo”, no es el espacio controlado de una sala de teatro, sino el mundo mismo. Admiro cómo las dos mujeres controlan este espacio y al público con autoridad, pero con un profundo respeto.
La escena más extensa se desarrolla en un salón de clases. Una de las mujeres hace de maestra de matemáticas, una parte del público hace de sus alumnos. Esta “maestra” es terrible, regaña a sus “estudiantes” por cualquier nimiedad. La escena comienza como suelen comenzar estas escenas, esto es, con las risitas del público que se enfrenta al divertido y embarazoso momento en el que se rompe la cuarta pared. Empiezo a temer que pueda degenerar en sainete de televisión, estilo “Colegio de la alegría”. Pero algo muy poderoso sucede: la escena se extiende demasiado y cuando uno piensa que no se debería extender más, la maestra sigue regañando, ordenando, exigiendo que nos mantengamos en fila porque en su salón se hace como ella dice. Por segunda vez me fijo en la belleza de la ejecución de la mujer, su virtuosismo, una naturalidad absoluta, sin que se sienta que tiene un texto escrito y aprendido de antemano, en la variedad de formas en que sigue ladrando lo mismo, que nos estemos quietos porque ella es la que manda.
Lo poquito divierte y lo mucho enfada, y esta escena se prolonga ya demasiado. Es ahí, en mi incomodidad y exasperación, que me llega el golpe de la revelación: asistimos a una estremecedora denuncia de la educación como medio de represión, no como proceso de conocimiento. La escena cumple su cometido gracias a su larga, fastidiosa duración. Contrario al sainete televisivo, no hay un intento de entretener al público con chistes archiconocidos, sino de hacernos sentir en carne propia la violencia que se ejerce sobre nuestros niños, la educación como proceso de degradación humana.
Las dos mujeres se llevan a un reducido grupo de espectadores fuera de la sala para una escena que los del grupo restante no veremos. (En esta escena queda cada cual a su propia merced, o como bien le escribió Artaud a Breton, «toda experiencia es resueltamente personal, y la experiencia de otro no sirve fuera de él.») Mientras esperamos, por un rato demasiado largo, a que el grupo ausente regrese, escuchamos el sonido, sin imagen, de una de mis obsesiones estéticas, una telenovela. (Es la forma teatral más conocida por el público general y el más satánico transmisor de ideología burguesa del planeta.) Al principio la ignoro como si fuera “ruido ambiental”, pero mientras más se alarga la espera, más me interesa lo que en la telenovela, tan insoportable, se dice; una historia de romances prohibidos e hijos abandonados que no puedo evitar unir a todo lo que aquí he estado experimentando y a mi propio trabajo teatral. Resultan bien atrevidas estas mujeres; rara vez vemos teatreros que lanzan a su público a una situación de tedio, del “brega tú como puedas”. Ningún intento de complacer o entretener al público. Sí, ESTO ES ARTE. Brega tú como puedas.
Ya próxima a concluir la presentación, una de las mujeres nos pide que posemos para la cámara de su celular. Detesto que desconocidos me fotografíen pero no puedo esquivarlo, así que cruzo los brazos defensivamente, para quedar fijo en el testimonio visual de una experiencia colectiva irrepetible. La escena final de la pieza no lo es. Nos dividen en dos grupos, los que tienen celular con internet y los que no, y nos piden que busquemos en Google el nombre de un hombre, u observemos unas fotos que nos entregan. Las dos mujeres abandonan la sala. Nos dejan en un silencio que nadie osa romper, compartiendo fotos e información sobre este hombre con una historia terrible, verídica, a la que no accedemos totalmente, pero que ata todo lo que hemos experimentado en la hora anterior. Esta acción nos devuelve al “mundo real”, mundo del cual en esta presentación, a fin de cuentas, nunca nos hemos separado.
En el pasillo de la casa, le pregunto a una de las personas que salió en el grupo qué sucedió en la escena que vio afuera. No puede darme una explicación completa, me cuenta algo de una mujer y una tortura tras una tela metálica, pero no consigue darme detalles ni explicaciones. No insisto, pues lo entiendo, yo tampoco podría relatar lo que acabo de ver. (“Toda experiencia es resueltamente personal.”) Salimos de la casa y regresamos al patio donde comenzó todo.
Busco a una de las mujeres para pagar por el boleto de entrada que nunca me cobraron. A la porra el miserable mínimo federal, entrego un billete de veinte dólares para que, a falta de cambio, se tenga que quedar con todo. Como la puerta de la casa principal está abierta, están cocinando, y nos han invitado a comer, entro a una sala que tiene a la entrada unas tablillas con libros. Muerto quieres misa, necesito ver qué libros tienen ahí. Descubro literatura de calidad. Me llama la atención que hay varios volúmenes tanto de Nietzsche como de Proust. Me desplomo cuando encuentro una copia del Locus Solus de Raymond Roussel. Durante décadas he buscado este libro por dos continentes y ya lo había dado por inexistente. Ahora está frente a mí, en el Barrio San Antón de Carolina. No puede ser. Me aplasta aún más toda esta experiencia. ¿Dónde estoy? ¿Qué es esto?
Necesito irme de allí. Sin despedirme, sin hablar con nadie. Cargo con la historia del hombre visto en Google. Salgo con bochorno de mi existencia, de la sociedad en la que vivo. Mudo, sacudido hasta las entrañas por todo lo experimentado. No puedo hablar, porque he sido testigo de una subversiva demostración de independencia de espacio: no necesito el Centro de Bellas Artes para expresarme. De independencia del sistema económico: tu dinero no puede pagar mi arte. De independencia del sistema de producción teatral: con mi presencia y la tuya es suficiente. De independencia del intento de satisfacer los deseos corruptos del público: no te voy a enajenar. De independencia del pedir permiso: esto es mío y aquí hago lo que yo quiera. De independencia del gobierno: no voy a refrendar boletos en Hacienda. De independencia de todo el aparato teatral: no me hace falta actuación, vestuario, luces, sonido, escenografía. De independencia de todas las desigualdades sobre las que se fundamenta nuestra sociedad: esta es mi verdad, allá tú con tu mentira.
Pienso en el teatro. Dos mujeres dicen sus verdades, con claridad, honestidad. Y esas verdades desmontan toda la indignidad de nuestra colectividad. La presentación de Manual del Bestiario Doméstico es una potente acción política, en la cual los espectadores quedamos comprometidos. Todo en esta obra —lugar, precio de entrada, diseño, dramaturgia— está pensado como acto político. Lo político, no como tema, sino como práctica de vida, como vivencia. Aquí no hay personajes que piensen por uno, ni tramas que resuelvan problemas por uno, ni diálogos entretenidos, ni una escenografía que “represente” otro lugar, ni la comodidad de observar la acción desde una zona de privilegio. Tampoco es este el espacio para fijar “la posición política correcta” y quiénes la representan; esas etiquetas se nos revelan como inservibles, otra forma más de enajenación de la que se lucra el poder del que, nos creemos, no somos sirvientes.
Plantearse el teatro como un acto político obliga a cuestionar cada detalle, hasta el precio que se le pone al boleto de entrada. (En este caso, pedir el mínimo federal y entrar gratis a tu comunidad es un acto de desafío total.) El arte como acto político implica poner en duda todo el aparato sobre el cual está montada la producción artística y actuar sobre ello. Incluye la relación del arte con la colectividad, la cual se redefine en el acto artístico mismo. Es un espacio incómodo, pero necesario, para cada espectador, en el que quedamos obligados a reconocer nuestra complicidad con los problemas que aquejan la sociedad. Arte político, aquel que se instala sobre una felizmente irresuelta contradicción: disimular lo estético para llamar nuestra atención sobre aquello que nos concierne como colectividad, que se nos revela precisamente gracias a lo estético que habíamos disimulado.
Las Nietas de Nonó: Mujeres. Negras. Pobres. Artistas. Heroínas. En este país ciego, sordo y achantao, aquellas personas que no se supone que hablen, aquellas personas que se supone “no existen”, esas personas a las que todo se les niega, son las que nos brindan esta irrebatible lección de independencia, autosuficiencia, virtuosismo, honestidad. DIGNIDAD. Si tan solo nos miráramos todos en ese espejo.