El deber de prevenir
“Nuestra hybris higiénica contemporánea ha conducido
al nuevo síndrome de némesis médica.”1
El título de este escrito podría hacer creer que se trata de una reflexión epidemiológica o de salud pública ligada a la exacerbación de enfermedades de contagio tales como el dengue, el Chikungunya, el VIH e incluso el mortífero Ebola. Pero mi interés no va por ese rumbo -que dejo a los expertos del Estado y de las organizaciones internacionales de salud-. Lo que me interesa es poner en perspectiva el lugar privilegiado (y excesivo) que el concepto de prevención ha venido a ocupar en los nuevos ordenamientos del Siglo XXI, arropando cada vez más esferas de la vida cotidiana en casi todo el mundo. Se trataría de ponderar los efectos que ha tenido la generalización de la prevención en las pautas de funcionamiento individual y colectivo, que parecieran estar atravesadas cada vez más por el miedo y la desconfianza del otro y la dificultad de la convivencia, así como por su contraparte, las falacias de control, de seguridad, de bienestar y de felicidad que escuchamos cada vez con mayor insistencia.
Nadie duda de la importancia que ha tenido a través de la historia humana el despliegue de medidas preventivas en todos los ámbitos de la vida. Pero hasta hace un tiempo atrás, se reconocía un límite a lo que era prevenible, y sin duda alguna, eso atemperaba el alcance de lo anticipable y las ambiciones para lograrlo. Del latín praeventious, de prae que significa antes y eventious que es evento, acontecimiento o suceso, la prevención hace referencia a las medidas que habría que tomar para evitar que un evento no deseado ocurra, impedirlo o al menos mitigar sus supuestos efectos. Va de la mano de la anticipación que sin duda es una capacidad particularmente humana y pone de manifiesto nuestra compleja relación con la temporalidad y nuestro afán –desde tiempos muy antiguos –, de poder desarrollar medidas y acciones de evitación en prácticamente todos los ámbitos del diario vivir: construir diques para evitar inundaciones, producir vacunas para evitar epidemias, cumplir con las reglas de tránsito para evitar accidentes, con las leyes civiles para evitar los delitos, con las leyes eclesiásticas para evitar los pecados.
Han sido el Estado, los gobiernos y las instituciones, los “tutores” de la prevención y de sus despliegues a través de los tiempos. Ante todo, para proteger su propia existencia y funcionamiento, para lo cual necesitan desplegar medidas de prevención y de control –a veces radicales–, contra los excesos de los ciudadanos que las componen (desbordes que se inscriben en el corazón de la vida afectiva de los humanos: sus pasiones, sus deseos, sus anhelos, sus decepciones y ambiciones). Han pretendido de esta forma proteger a los ciudadanos de los peligros generados por ellos mismos, de aquellos vinculados a la naturaleza y de los que remiten al cuerpo y a su fragilidad, así como a sus posibilidades de satisfacción. Y lo hacen privilegiando ciertos modos de vinculación y de uso de poder, así como ciertos discursos cuya función es ordenar y dosificar las formas toleradas y aceptadas para mitigar los malestares del diario vivir.
Una clave para pensar lo que está en juego aquí la encontramos en Michel Foucault quien analizando las transformaciones y las relaciones de poder en la modernidad, proponía retomar el concepto de biopolítica para destacar un inédito modo de gestión y de gobierno sobre los cuerpos. Se trata de poner en marcha mecanismos y técnicas para la gestión, regulación y administración de la vida. Parafraseando a Foucault, diríamos que el advenimiento de la biopolítica dio paso al recurso del biopoder cuyo paradójico e inquietante horizonte es “el de hacer vivir o dejar morir”.2
Este despliegue de nuevas técnicas va de la mano con la medicalización del diario vivir y la normalización de innumerables conductas que los manuales de diagnósticos y las casas farmacéuticas han ido sistematizando cada vez más. El propósito es programar una manera de vivir que se pliegue a normas y principios reguladores concebidos para acallar y desconocer todo aquello que oponga resistencia a sus planteamientos. Desde ahí podríamos avanzar que la prevención se ha ido convirtiendo en una de las caras que el biopoder, es decir, las técnicas del poder administrador de la vida, ha ido tomando para “regular la vida social desde su interior, siguiéndola, interpretándola, absorbiéndola y rearticulándola” (Hardt y Negri, 2004).3
Una epidemia, del griego επιδημια, es algo que se abate sobre y rodea (epi) al pueblo (demos); y una pandemia es algo que envuelve completamente (pan) al pueblo. Ambos vocablos estaban originalmente limitados a la irrupción de ciertas enfermedades infecciosas que ponían en peligro la existencia misma de la vida humana y requerían sin duda el despliegue de medidas preventivas de contundencia. La epidemia o pandemia de una enfermedad infecciosa se intenta prevenir mediante la erradicación de su causa (el virus y el agente que lo transmite). Pero las cosas se complican cuando se comienza a hablar de “epidemias sociales” o de “epidemias de salud mental” (desahucios, obesidad, bullying, violencia doméstica, maltrato, suicidio, depresión, entre otros) y se busca aplicar el mismo modelo preventivo de causa-efecto que en la epidemiología clásica la cual responde al discurso médico estadístico y no contempla las vicisitudes de la vida social y afectiva de los humanos: ¿cuales serían las medidas preventivas de una “epidemia social o mental”? ¿Qué es lo que habría que erradicar? ¿Cual es el agente o la causa de la “transmisión?
Además de nutrirse de un enjambre de categorías (riesgo, vulnerabilidad, prevalencia, incidencia, epidemia y pandemia, inmunidad y exposición, vacunación, esterilización, cuarentena, fortalezas y debilidades, controles y cuidado dirigido), la prevención es asociada cada vez más con referentes económicos tales como costo-efectivo, evidencia, detección y diagnóstico precoz, intervención temprana, intervención preventiva y efectiva, extrapolación de resultados, rentabilidad de recursos, etc. La prevención resulta es un álgido asunto de la economía, pues sabemos que cuesta mucho el despliegue y sostén de sus medidas. Lo que se ha pensado poco es que la prevención se ha insertado en un lucrativo y pretencioso escenario cuyo propósito es acoger todas aquellas propuestas (ofertas) que pretenden “evitar que los humanos sufran” (en función de las demandas de satisfacción). Allí coinciden los esfuerzos de seguridad y control, la ingeniería genética, la cirugía plástica y reconstructiva, los productos de las casas farmacéuticas, y un interminable menú de objetos que pretenden asegurar, proteger, defender y atemperar los riesgos que implica vivir.
Ante ese despliegue de opciones, la prevención se ha convertido en un deber: hay que prevenirlo todo, anticipar el futuro, evitar el dolor, erradicar el crimen y el abuso, hacer desaparecer las desigualdades, la pobreza, la guerra, la injusticia, las diferencias, erradicar la tendencia al exceso y las desmesuras, las que sean y al costo que sea. Sin duda las novelas de Aldous Huxley y de Georges Orwell previeron esa tendencia que hoy parece no solo materializarse, sino ser parte de un derrotero incuestionable e imparable para erradicar todo aquello que puede considerarse un riesgo o peligro (habría que ver cómo y para quién). El despliegue de este movimiento avasallador, pues se trata de crear nuevas formas de servidumbre, no solo se juega en el complejo escenario de la salud, sino también en el campo de lo legal, en el político, en el económico, con particular virulencia en el terreno militar y la poderosa industria de armamento.
El afán de una prevención universal que pareciera poder cubrirlo, y ampararlo todo y a todos, se traduce en una lógica cautivante y a la vez de retaliación. En el campo de la llamada salud mental, esta lógica adquiere proporciones alarmantes: ¿quien no querría prevenir el dolor y el sufrimiento, el malestar de vivir, anticipar los desaciertos y los errores, en pocas palabras eludir lo que Freud llamaba la castración que no es otra cosa que el reconocimiento de los límites de nuestro cuerpo, de nuestras posibilidades de convivencia y de satisfacción. Presento con dos ejemplos para ilustrar este escenario contemporáneo.
“La depresión se puede prevenir”, es la afirmación del ala dura de la psiquiatría biológica cada vez más comprometida con los intereses de los laboratorios y casas farmacéuticas. Es la perfecta ilustración de llamada intervención preventiva en psiquiatría. Su objetivo es reducir el número de diagnósticos en grupos considerados de riesgo, previniendo con medicamentos. La idea puede sonar alentadora para muchos: se trata de anticipar el sufrimiento psíquico en pacientes que están pasando por momentos difíciles de salud como, por ejemplo, un ataque neurovascular. Pero hay que ser más ambiciosos. Si eso puede aplicarse a pacientes con enfermedades del cerebro, ¿por qué no darles la “oportunidad” a otros grupos a riesgo? Se trata entonces de comenzar a administrar medicamentos psicotrópicos, en este caso los llamados SSRI (Selective Serotonin Reuptake Inhibitors) a personas que no han sido diagnosticadas con depresión pero que pudieran estar en riesgo de deprimirse.
Sin duda el mercado de los laboratorios encuentra un nuevo escenario de distribución: ya no hay que tener los criterios de depresión según el célebre Manual Estadístico de Diagnósticos (DSM por sus siglas en inglés) para poder recibir los medicamentos antidepresivos. En ciertas universidades estadounidenses, por ejemplo, los atletas son evaluados con un cuestionario de depresión. Todo aquel que obtiene un puntaje arriba de un cierto nivel es informado de los riesgos de depresión clínica y se le da información sobre opciones de tratamiento. El “National Depression Screening Day” es considerado un día de oportunidad y de ayuda para la población. ¿Cómo ponderar el alcance de estas estrategias preventivas que parten de la premisa de que “la depresión” existe y de que, como cualquier enfermedad, se puede no solo tratar sino evitar su surgimiento? Esta estrategia preventiva implicaría entonces no solo acallar los afectos vinculados a la llamada lógica depresiva (tristeza, desesperanza, apatía, desesperación, furia y odio) sino evitar su potencial despliegue, sin tener en cuenta, por ejemplo, el detalle importante de que dicha manifestación afectiva pueda ser un recurso no solo necesario sino indispensable para lidiar con el profundo dolor de una experiencia de vida.
Un segundo ejemplo es la inclusión en la nueva edición del DSM de un síndrome llamado de riesgo psicótico. Ese riesgo según “el borrador” del manual parecería depender de la distancia que guardan los síntomas en relación a las llamadas variaciones de la normalidad. Sin embargo, ¿cómo se determina ese punto límite de desborde de la normalidad? ¿Es algo puramente estadístico? ¿Cuál es el criterio de normalidad que sirve de referente para determinar el desborde de los síntomas “más allá de las variaciones de la normalidad”?
Así como han surgido escalas de riesgo depresivo, suicida y homicida, esta propuesta del DSM perfila la idea de un diagnóstico preventivo de psicosis a partir de las llamadas “escalas de vulnerabilidad a la psicosis” (escala de percepción aberrante, la de ideación mágica, la de anhedonía social, la escala de ambivalencia, algunas de ellas en vías de traducción al español por un equipo de la Universidad Autónoma de Barcelona con el apoyo del Ministerio de Ciencia e Innovación, el de Sanidad y la Generalitat de Cataluyna.4 La identificación temprana permite una intervención –farmacológica-precoz.
La ecuación es clara y contundente y el itinerario queda establecido: la intervención consiste fundamentalmente en la administración de antipsicóticos. De esa manera se ofrece el cautiverio en los dulces abrazos de las camisolas quimio-terapéuticas, tan pronto como sea atisbado un rasgo extraño a nivel perceptivo (¿quién no ha tenido alguna alucinación?), un despliegue de pensamiento mágico (lo que abunda en nuestro cotidiano), la ambivalencia afectiva (que es la marca misma de nuestros atribulados vínculos amorosa) o el desinterés social (rasgo hoy en día perfectamente comprensible ante tanto desfile de insensatez y bobería).
Esos “rasgos de personalidad” y esas “desmesuras de la vida afectiva” serán entonces identificados con instrumentos (cuestionarios y escalas evaluativas) que no requieren ni de la mirada ni de la escucha clínica. Pasarían entonces a ser tratados “preventivamente” para evitar el surgimiento de un evento psicótico o de una depresión que son tan solo un supuesto, pues nadie está en condiciones de asegurar que eso es lo que ocurriría si no se administran los supuestos medicamentos preventivos. Lo que si podemos suponer es que la adjudicación de un diagnóstico de un trastorno mental y su consecuente medicación tendrían efectos llamados secundarios en lo real del cuerpo (cerebro, hígado, riñones, entre otros), así como en la vida cognitiva, afectiva y social del sujeto.
La tendencia ilustrada en los ejemplos antes citados es particularmente inquietante ya que con ellos se atisba una intención que rebasa la idea misma la prevención. En efecto, todo ello podría traducirse en la generalización de un modo particular, esquemático y reduccionista de concebir a los humanos, a sus deseos y a su atribulada vida afectiva. Intentar evitar que algo nocivo suceda o surja es un afán muy humano, nadie lo cuestiona. Sin embargo, ¿quién determina que algo es nocivo, malo o dañino y que no debe ocurrir? ¿Quién determina cuándo y bajo qué condiciones algo se convierte en amenaza y es un evento que debe ser prevenido, evitando su surgimiento? ¿Quién establece los criterios normativos para decir que algo o alguien es un un peligro, un riesgo o un desorden (disorder)?
En esa deriva del afán de normalidad se han desarrollado medidas y estrategias de prevención cada vez más universales, con la intención de que se apliquen de forma deductiva a todos los casos y puedan adaptarse a todas las situaciones. Como indica el panfleto de la Organización Mundial de la Salud: “Uno de los puntos cruciales en la implementación de la prevención basada en evidencia, es la aplicabilidad en vida real de los programas comprobados por laboratorio, especialmente en los entornos de gran variedad cultural y de recursos…pero, las pruebas de efectividad rigurosamente controladas parecen proporcionar mayor evidencia definitiva, pero a su vez son menos sensibles a la aplicación más amplia a nivel mundial”.5 Tal perspectiva supone lazos de causalidad simples y constantes, y se apoya en una relación lineal causa-efecto que pierde de perspectiva la complejidad de las acciones humanas y las paradojas de sus desmesuras. La pretensión parece clara: desdibujar los rasgos molestos y molestosos de la singularidad de cada cual, nutriendo la falacia de poder eludir el dolor de vivir, el cual constituye el pulso mismo de nuestra condición humana y de todo ser viviente.
Podríamos finalmente preguntar: ¿cuáles son los límites de lo prevenible y de la prevención? ¿Cuáles son los riesgos de querer prevenirlo todo, incluyendo el propio dolor de la existencia? ¿Es eso acaso posible o incluso deseable? ¿Qué consecuencias tiene una intervención preventiva en el campo de lo mental, basada en estadísticas y en probabilidades que no contempla la historia singular de cada cual ni aquello que escapa a las determinaciones biológicas y sociales que nos atraviesan?
Con el auge de las tecno-ciencias, las murallas de lo imposible han ido colapsando para dar paso a un discurso que parece no reconocer que hay límites infranqueables y que los humanos debemos enfrentar cosas que escapan a nuestro control y que seguirán siendo fuente de desasosiego. La prevención tendría que seguir enfocándose en atender lo que son las epidemias y las pandemias, de eso no cabe la menor duda; sin embargo, no debería convertirse ella misma en una pandemia que busque arroparlo todo, limitando o impidiendo las posibilidades de convivencia e intercambio, y sofocando el despliegue del deseo y el espectro de sus paradójicos y tan humanos efectos, de los cuales cada cual tendría que hacerse responsable.
- I. Illich, Némesis Médica, Barral Editores, México, 1975. [↩]
- M. Foucault, Historia de la sexualidad, Vol 1, La voluntad de saber. Siglo XXI Editores, 1996, p. 168. [↩]
- M. Hardt y A. Negri, Multitud, Buenos Aires, Random Mordadori. [↩]
- Ros-Morente et al. Adaptación de las escalas de vulnerabilidad a la psicosis de Wisconsin al castellano. [↩]
- Organización Mundial de la Salud. Prevención de los trastornos mentales, intervenciones efectivas y opciones de políticas. Informe compendiado. [↩]