Los muros absurdos
Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
–Albert Camus, El mito de Sísifo
…while there is a soul in prison, I am not free.
-Eugene V. Debs
Se trata de un hombre de 40 años que vive desde los 19 en una celda de máxima denigración. No está en California, donde en estos momentos, según informan los medios informativos, los presos de todo el estado llevan más de un mes en huelga de hambre para denunciar los abusos del sistema penitenciario, en particular el encierro en solitario. Ni se trata de Oscar López Rivera, quien confiamos pisará las calles nuevamente, liberado. Y eso gracias a la visibilización mediática de su caso y a que la conciencia de Obama se ha visto presionada por la ciudadanía. Se trata de un preso común, por lo tanto inexistente para la mayoría. Se trata de un ser humano de piel negra, bolsillo pobre y sin una lista de nombres a quienes recurrir, sentenciado a 235 años en una prisión de nuestro sistema correccional. Condenado a ese vertedero humano de vidas desperdiciadas que es la cárcel, parafraseando a Zygmunt Bauman. Tal vez para muchos de mano dura, “José” está donde debe estar, porque algo bien malo habrá hecho. No obstante, insisto en la posibilidad y la necesidad de un sistema penal humanitario.Dentro de los sistemas penitenciarios hay dos conceptos que luchan por encontrar un adecuado balance de intereses: la seguridad institucional (y de la sociedad) y la rehabilitación del confinado. Este balance, la mayoría de las veces precario y contradictorio, es el gran reto de toda administración penitenciaria que se conciba como una constitucional, democrática y respetuosa de los derechos humanos. Sin embargo, de este reto no siempre se sale airoso. En nombre de la «seguridad institucional», y a puerta cerrada, se restringen derechos y se violentan dignidades.
El concepto de la rehabilitación es uno cuya definición ha ido evolucionando. La palabra se ha entendido desde su acepción literal o etimológica, hasta llegar a responder a un modelo médico donde el objetivo era ofrecer un tratamiento para ‘curar’ al delincuente. En tiempos más recientes, el acercamiento planteado por la criminología crítica señala que en el esfuerzo rehabilitador se deben tomar en cuenta factores o circunstancias que inciden en el sujeto que delinque y no centrarse exclusivamente en el individuo desviado. En Puerto Rico se manifiesta la aspiración de que la rehabilitación sea el objetivo de la cárcel cuando en la Constitución se señala que será parte de la política pública del ELA: reglamentar las instituciones penales para que sirvan a sus propósitos en forma efectiva y propender, dentro de los recursos disponibles, al tratamiento adecuado de los delincuentes para hacer posible su rehabilitación moral y social.
A pesar de la tan citada aspiración constitucional, me parece curioso que el término rehabilitación no aparezca bajo el acápite de definiciones en las leyes o reglamentos de la agencia o los foros administrativos a quienes les compete velar por su complimiento, entiéndase, el Departamento de Corrección o la Junta de Libertad bajo Palabra. La definición es importante porque articula un modelo y apunta hacia las prácticas y procedimientos diseñados para cumplir con su consecución. No obstante, criminólogo/as, sociólogo/as y otros estudioso/as de la materia penitenciaria en Puerto Rico han elaborado definiciones amplias del concepto y hecho recomendaciones concretas sobre cómo implementar una filosofía correccional que parta del paradigma rehabilitador. Entre los estudios más destacados contamos con el que publicara la Comisión de Derechos Civiles en el 2009, titulado: Análisis del sistema correccional puertorriqueño: Modelos de rehabilitación. Se trata de un documento indispensable y vigente sobre esta materia.
Lamentablemente, en el contexto del sistema correccional puertorriqueño “la rehabilitación” se ha convertido en un término manoseado y vacuo, revestido de incongruencias a la hora de su implementación. Su significado efectivo, de facto, dependerá de las prácticas de la administración de turno o de los funcionarios que manejan el día a día del sistema correccional. Y entonces, la mayoría de las veces las reflexiones y recomendaciones de los intelectuales o expertos en la materia se quedan encerradas en la torre de marfil o se convierten en letra muerta.
Por mi experiencia directa con la población privada de libertad, tanto en mi rol de profesora como de abogada, me siento en la obligación de relatar la historia de un confinado al que he llamado José. Su historia es emblemática porque enseña la cara de la experiencia real de los tantos que padecen el sistema y cuyas vivencias están muy distantes del discurso oficial sobre la llamada rehabilitación.
Del dicho al hecho…
Conocí a José porque participó del Taller de literatura y escritura: Desde Adentro cuyo currículo diseñé para estudiantes confinados y el cual se ofreció en varias instituciones penales del país. El grupo de hombres confinados en máxima seguridad que decidió aventurarse con las letras nunca había leído un libro, ni experimentado la poesía, ni vivido el teatro. Al concluir su travesía por el Taller, encontraron en la literatura un espacio de autonomía e imaginación que los liberó de su encarcelamiento por unos instantes. Además, el arte les mostró un costado de su propia humanidad antes desconocido para ellos. El sentirse estudiantes, escritores, actores fue una sensación que les gustó y de paso les permitió recuperar una dignidad en jaque. Los participantes del taller me invitaron a la presentación final de la obra de teatro que habían escrito en colectivo y que los ‘graduaría’ como talleristas. José se destacó como autor, actor y diseñador gráfico. En ese compartir con los estudiantes confinados me enteré de su historia y de cómo a pesar de un expediente social excelente, entre otros méritos, un representante del sistema se niega a cambiarle la custodia. Dicho de otro modo, se niega a reclasificarlo de una custodia máxima a una mediana, categoría menos restrictiva dentro de una institución penal. Eso quiere decir que José lleva 20 años en una mínima celda de máxima seguridad, encerrado 23 horas al día, si es que tiene suerte de que ofrezcan la recreación. Por lo tanto, hace 20 años, cada seis meses, José se presenta ante un comité de “Clasificación y Tratamiento” donde un funcionario conocido por “técnico de servicios socio penales”, luego de llenar una papelería y recoger algunas firmas, le informa que se le ratifica la custodia máxima. ¿Las razones de la administración? La mayoría de ellas son razones estereotipadas, fórmulas que se repiten sin variación de caso a caso y donde la figura del técnico socio penal tiene gran injerencia en la decisión, no siempre objetiva. Veamos algunas a manera de muestra:
La severidad del delito. Este criterio es prácticamente inmutable, si un delito fue grave en el momento de su comisión, lo más probable es que seguirá siendo grave veinte años después. Si la intención del sistema es castigar, pues la severidad del delito justificaría el botar la llave, pero si la misión es rehabilitar y reintegrar a esa persona nuevamente a la sociedad, se debería operar de otra manera. La evaluación para cambio del nivel de custodia de un confiando que ha cometido un delito grave debe darle énfasis a la conducta de la persona durante su confinamiento, tal como lo indica el manual que contiene los criterios al respecto. Y es que debe ser así, porque como señala el Tribunal Supremo de PR en opinión reciente: si solo se evaluara la conducta por la que está presa la persona o se le diera mayor importancia a las características de su sentencia, no tendría sentido alguno la revisión periódica del nivel de custodia, pues el resultado del análisis siempre sería el mismo.1 O como decimos en puertorriqueño: se cae de la mata.
Vale la pena recordar que la severidad del delito la estipula el legislador y el Código Penal es, o debe ser, el reflejo de los valores de la sociedad para la cual se legisla. El hecho de condenar a una persona a una sentencia extrema, como lo son 235 años, responde a una filosofía correccional de mano dura, de castigo. Y no es necesariamente la que impera en otros países del mundo que validan los estudios que indican que el incremento en las sentencias está lejos de bajar la tasa de criminalidad y cerca de aumentar el hacinamiento. Recordemos por ejemplo, el caso de la masacre en Noruega donde Anders Behring Breivik enfrenta una condena de 21 años, la máxima que existe en la legislación del país nórdico, por ser el responsable de la muerte de más de 70 personas. Así que estamos en un ámbito de cierta relatividad, cuyas normas, si son coherentes, van a responder a los intereses que se quieran proteger en la sociedad, a la filosofía penitenciaria o política pública que se quiera adelantar: ¿castigo o rehabilitación y reintegración?
Otra de las razones por las cuales José se debe quedar en custodia máxima, según sus evaluadores, es para que se beneficie de programas y tratamientos. José ha tomado todo lo poco que se le ofrece a la población de custodia máxima; así lo evidencia su expediente y lo confirma su experiencia. Para exigir este requisito de manera responsable se debe conocer el cuadro real de la agencia en cuestión para entonces analizar si estamos ante una recomendación razonable y de buena fe. O si por el contrario, estamos ante la mera arbitrariedad y el abuso que causa el “efecto Lucifer”, tan común en el ámbito carcelario. Tal como lo ilustró el psicólogo Philip Zimbardo en su conocido experimento sobre los efectos de la prisión entre sus actores.
El Informe de Transición del Departamento de Corrección y Rehabilitación, según presentado por el ex secretario Jesús González Cruz en diciembre 2012, reveló lo siguiente: (1) Que el presupuesto vigente de la agencia hasta el 2013 es el más bajo en cuatro años, $413.1 millones. (2) Que en el desglose del presupuesto por partidas vemos cómo el 72% del mismo está asignado a Nóminas y relacionados y de esta partida el 69% está asignado a Seguridad. Gran parte de ese 72% está destinado al pago de acumulación de horas extra a los oficiales correccionales, quienes se ven sobrecargados de trabajo debido a la falta de personal y de reclutamiento. La partida destinada a Servicios Profesionales es el 1%. En esta partida se encuentran los servicios psicológicos, tratamientos o programas. En el 2011, por ejemplo, el presupuesto asignado por la agencia a programas educativos fue un 2.1%. De los Programas y Servicios desglosados en el Informe de Transición queda claro que la mayoría de estos están diseñados para la población clasificada en un nivel de custodia mediana o mínima. Por último, es de conocimiento general, y el ex secretario lo apunta en el Informe, que ha habido un incremento en la población correccional de adultos y se proyecta un aumento mayor por los efectos que tendrá el nuevo Código Penal de 2012. El análisis de este cuadro es claro: poco personal en la agencia, tanto de seguridad como de civiles, mucha población correccional, poco presupuesto para programas y servicios y los confinados de máxima custodia se quedan “en el fondo del barril”. Por lo tanto, cuando la Administración de Corrección, a través del criterio de un técnico socio penal, insiste en retener en custodia máxima a un confinado que lleva 20 años padeciendo ese nivel custodia, aduciendo que es para “que se beneficie de programas y tratamientos”, sin identificar cuáles, sin enumerar los que están disponibles para él, resulta cuanto menos, irrazonable. El referir a programas y tratamientos para luego decir: necesita estudiar, pero no hay maestro, necesita trabajar pero no hay plaza disponible, necesita un taller, pero no hay recurso para ofrecerlo, es irresponsable. Si el sistema carcelario de este país se precia de ser un “departamento de rehabilitación” y no de castigo, debe meditar sobre estas acciones que no redundan en la rehabilitación de nadie. Las carencias de la Agencia no pueden usarse para penalizar al confinado.
Por último, José debe garantizar que ha ganado sentido de responsabilidad y compromiso y ha tomado conciencia… Uno pensaría que un expediente que demuestra elementos tales como que el hombre no tiene querellas, que no ha cometido nuevos delitos, que tiene buena conducta, que ha cumplido consistentemente con las labores asignadas, que ha ganado premios por sus dibujos y reconocimiento por sus escritos, resultaría bastante para afirmar que ha habido un cambio positivo, que su rehabilitación se puede evidenciar. ¿O es que existe un instrumento para medir la conciencia de un ser humano?, ¿o es que nos encontramos en una especie de tribunal eclesiástico buscando pruebas de santidad cierta? Y ojo, debo destacar que el no tener una querella administrativa en una institución penal es casi un milagro y no se debe tomar livianamente. Vivir en la cárcel, según me la han descrito los propios confinados, es como andar por un campo minado; en cualquier momento puede explotar. Una situación violenta, ya sea entre los propios internos o entre los presos y la llamada oficialidad, está siempre a flor de piel. Esta gente vive al borde del precipicio de la impotencia y no tienen ningún tipo de control de su medio, de su cuerpo, ni de su vida. Por lo tanto, no basta la buena voluntad que un confinado tenga de cumplir con su «ajuste institucional», de no violar los reglamentos internos, de demostrar buena conducta o de no cruzar la línea entre el bien y el mal; hay veces que el entorno o el poder de las situaciones que se suscitan en la cárcel lanzan hasta al más rehabilitado o «santo» por el precipicio de la indisciplina o el delito. Así que afirmar que José no «se ha cogido una querella» por más de dos años en un contexto de máxima seguridad, donde la olla de presión emocional esta en high, es algo que no se puede subestimar y lo cual uno pensaría tiene algún mérito, aunque sea una mezcla de voluntad y mucha suerte.
Por tanto, un sistema penal que habla de rehabilitación pero que castiga, es incoherente con sus principios, carece de autoridad moral y roza la inconstitucionalidad.2 Un sistema penal que no cuenta con los recursos para ofrecer una variedad de programas y tratamientos pero que aun así los exige, y sobre todo, penaliza al confinado por su falta de cumplimiento, es un sistema estructuralmente violento. Un sistema penal que se convierte en un régimen de tutela, donde a sus “clientes” se les disminuye la capacidad de decidir y se les niega la facultad de gobernar sus actos, no puede exigir lo que solo se da en ámbitos de libertad; la responsabilidad.
José es una persona en el camino de la rehabilitación, a pesar de la cárcel y no gracias a ella. José no pretende que lo suelten, no aspira a un indulto, ni siquiera a un certificado de rehabilitación, simplemente a un cambio de custodia. Lo amerita porque lo ha trabajado y porque el sistema no tiene nada más que ofrecerle en donde se encuentra recluido en estos momentos. Y sin embargo… ¿Hasta cuándo estará condenado a vivir detrás de los muros absurdos y como Sísifo, a ser el trabajador inútil de los infiernos?
- Jacinto López Borges v. Administración de Corrección, 2012 TSPR 90, 185 DPR (2012). [↩]
- Advierto que la custodia máxima debería comenzar a pensarse como una medida incompatible con un verdadero propósito rehabilitador. De hecho, su constitucionalidad pende de un hilo y hacia eso apunta la opinión del TSPR antes citada. [↩]