La Patria y los apátridas
El común denominador de todos ellos, y por añadidura a casi todo el mundo, es que tienen Patria, y la miren como la miren está ahí y se estremecen con su recuerdo. Pero, ¿qué hay con los que no la tenemos y de golpe nos vemos expuestos a la fuerza ideológica de esa canción? Es obsceno y torturante. No sé cuantos puedan aquilatar esa posición, pero, ciertamente, es destructiva e inusitadamente cruel.
Eso me sucedió el día del concierto de Robi Draco Rosa, Rubén Blades y Juan Luis Guerra. Empezaron su concierto con ese tema, hermosamente arreglado para incorporar las tres voces. Desde el punto de vista estético, incluso del ético, quedó perfecta. No sé cuantos éramos. Quizá más de cinco mil almas, como dijo Víctor Jara en su último poema antes que lo asesinaran en el Estadio Chile, y me atrevo a jurar que el único huérfano en esa multitud era yo.
Es injusto, pero nadie, allí, tenía la culpa porque nadie sabía de mi orfandad. Además me gustó la sensación de soledad, dolor, pena y escalofrío que recorrió mi cuerpo cuando los escuché. Lo que pasa es que a diferencia de todos los demás, yo no tenía un referente porque los pocos trazos que me quedan de mi país ya se han vuelto hilachas y solo son recuerdos que de vez en cuando corren a mi memoria. Esta orfandad no es un sentimiento espontáneo ni las consecuencias, lógicas dirían algunos, de tanto tiempo que he pasado lejos del lugar que nací. Robi, entiendo nació en Nueva York y nadie se atrevería a decirle que no es Boricua. Hay culpables, sin duda que hay culpables de las sensaciones que castigaron, de nuevo, mi cuerpo y mi inteligencia. Culpables que nunca han pagado, más aún, fueron gratificados hasta materialmente, por hacer eso. Lo complicado de este asunto es que usualmente cuando pierdes un país; si no te han matado, ganas otro por opción y luego por adopción y yo tengo la mía, que no le quepa duda a nadie.
He optado, pero esta debe, necesariamente, quedarse en lo anecdótico, en la clandestinidad y trascender los formulismos burocráticos porque si los inicio me asignarán otra Patria que no es mi opción y entonces mi desorientación de pertenencia aumentará hasta enloquecer o, en el mejor de los casos, caminaría por este mundo como esquizofrénico y para eso, prefiero seguir caminando como apátrida con todo el dolor que eso signifique y aunque, ese peso, vaya empujando mis hombros a encorvarse, prefiero ser eternamente indocumentado a tener documentos de una Patria por la cual, cuando escuche a Robi, Rubén y Juan Luis, y disculpen que los tutee, no sienta ningún escalofrío, no se me seque la garganta ni se me apriete el corazón. Así que ya lo saben, por ahora, sigo caminando solo, sin Patria, pero con la sensibilidad para estremecerme cuando la escucho, lo que es, por lo menos, un síntoma alentador y de esperanza.
Ilustración: detalle del mural “Apátrida” de David de la Mano en Montevideo, Uruguay