“Suegra y nuera, perro y gato, no comen en el mismo plato”. Sobre el imaginario de la suegra, desde una mirada feminista

«Ahora Marie se enteraría de la fiera con la que se había casado su marido, pensé. Nuestro afecto
corría peligrodespués de imponerme a ella por primera vez. Salí corriendo
del complejo de casitasdonde las jóvenes familias de estudiantes de Yale se protegían del
mundo real, la «comunidad», un conjunto de edificios que se agolpaban a nuestro
alrededor en la falda de la montaña. Me daba igual si al correr perdía más sangre.
Mejor desangrarse hasta la muerte que enloquecer en el salón de mi casa”.
Jane Lazarre, El nudo materno
Cuando la conocí, entró por la puerta con un ramo de flores y me dio un abrazo apretado, amoroso y genuino. Nos pasamos el resto de la tarde charlando sobre los asuntos más variopintos; recuerdo su interés por la investigación de la tesis que yo redactaba en aquel tiempo, algunos nombres en el aire, el ineludible Foucault y las dinámicas del poder, que ambas conocíamos de sobra no solo a través de los libros sino también de la experiencia vital. Andando el tiempo, muchos me dijeron que tenía suerte, que la mayoría de las suegras eran medio brujas y la mía no. La mía no, por supuesto, pero las demás tampoco. ¿Cómo se ha construido el imaginario de la suegra a lo largo de la historia? ¿Cómo se vincula con el patriarcado? ¿Qué tanto de esas imágenes persisten todavía en nuestra sociedad? Y sobre todo, ¿de qué forma podemos desarmarlas para construir relatos, vínculos y espacios saludables desde el feminismo?
Antes de ser suegra, la suegra fue madre. La suegra puede ser suegra precisamente porque es madre. La madre de mi esposo, la madre del padre de mi hija. Eso nos pone –o debería ponernos, de acuerdo con las rencillas históricas– en un lugar de “competencia” en torno a un hombre: el hijo de una es la pareja de la otra.
Dicha competencia no resulta nada nuevo, de hecho, el patriarcado nos ha socializado a las mujeres en una eterna competencia, que se empeña en vernos como rivales, en lugar de compañeras y aliadas. La sororidad te la debo. Por si fuera poco, esta competencia femenina –no feminista y valga la aclaración– se da únicamente en la dinámica suegra-nuera, pero no suegro-yerno, por ejemplo. Los hombres no compiten entre sí en torno a la mujer que ha sido hija de uno primero para convertirse en pareja del otro después. Allí el vínculo que se establece es otro: existe y persiste la idea del hombre vigilante y guardador del honor de la hija; con todos los matices del tutelaje, la infantilización y los constructos sociales atravesados por tamices religiosos disfrazados de moralidad como, por ejemplo, la virginidad.
Pero entonces ¿en qué se basa la competencia entre la suegra y la nuera? Para empezar, ambas de disputan al hombre que “comparten”; para la suegra es hijo y para la nuera, esposo y acaso padre. Lo vemos, por ejemplo, en una de las formas implacables de la cultura popular: las telenovelas, género predilecto del melodrama latinoamericano, con suegras-brujas, que perpetúan estereotipos machistas, y odian a esas mujeres jóvenes y hermosas que han llegado de la nada para “llevarse” a sus hijos. Los hijos que ellas han gestado, parido y criado ahora son de otras. ¿Se trata de una lucha generacional? También. Sin embargo, aunque algunas de estas batallas son tan necesarias como saludables para el desarrollo, no es este el caso, pues no existen motivos para guerrear contra la nuera ni contra la suegra más allá de los dictámenes del patriarcado, terreno fértil para las luchas entre mujeres desde tiempos inmemoriales.
Si la suegra es madre primero, habrá quien espere que otra mujer, la pareja, ocupe su lugar. Es entonces cuando nos topamos con las mujeres/nueras que maternan a sus parejas. Seguramente has escuchado más de una vez aquello de “tengo dos/tres/X hijes y mi marido”. Y mi marido. Es una broma, vamos, ríete. Ríete, mujer, que no es tan grave. Pues no, no me río cuando las mujeres son cómplices del patriarcado. Ya lo decía Simone de Beauvoir cuando sentenciaba que “el opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos”. Y luego, al lado de aquellas que maternan al marido, están también las mujeres/suegras que esperan un quehacer maternal de parte de la pareja de su hijo. Se trata de la vieja cantaleta de las labores domésticas y de cuidado, las cuales no se remuneran ni se reconocen como un trabajo sino como un gesto de amor, cuando no una obligación o ambas cosas. Entonces, esas esposas heredarán las tareas de aquellas madres; que en otro tiempo cuidaron, alimentaron, lavaron ropa, plancharon camisas, cosieron botones sueltos, cogieron ruedo en los pantalones, cocinaron y mil etcéteras más para sus hijos. Hijos que ahora, convertidos en adultos, esperan que otra mujer, ya no su madre sino su esposa, siga haciendo estas cosas por ellos.
Cabe plantearse: ¿De dónde vienen esas imágenes de suegras horribles que celan a sus hijos varones y los perpetúan como infantes, aún cuando ya han dejado de serlo hace mucho tiempo? La cultura popular puede ser una ventana que nos invite a pensar no solo en cómo se ha ido construyendo el imaginario de la suegra a lo largo de la historia, sino también en cómo esas imágenes permanecen en nuestra cultura a través del folklore y legitiman la violencia simbólica contra las mujeres. Los refranes, las coplas y los romances medievales son ejemplos que datan de muchos siglos atrás y ponen de manifiesto que la animadversión entre la suegra y la nuera ha proliferado en una cantidad significativa de textos, orales primero –en boca del pueblo, que pasan de generación en generación–, y escritos después –de la mano de los recopiladores, poetas y folkloristas–. La enemistad entre suegra y nuera puede parecer, a primera vista, colorida y hasta con tintes de comicidad, pero si ahondamos en las fuentes advertiremos, más pronto que tarde, que existen relatos truculentos que desembocan en una tragedia. Es cuando se nos borra la sonrisa del rostro y nos damos cuenta del poder que conllevan los relatos, y de cómo es posible habilitar la violencia a partir de esas historias hasta el punto de normalizarla. Ya sabemos que no es igual lo normal que lo que normalizamos, pero nunca está de más repetirlo. No es normal que se asesine a una mujer pero normalizamos los feminicidios y a nadie le sorprende leer en la prensa que una mujer ha sido encontrada en una bolsa, arrojada a un costado de la carretera, baleada o prendida fuego. Están quienes se rasgan las vestiduras frente a un feminicidio pero no tienen reparo en culpabilizar a las mujeres, incluso de sus propios asesinatos.
Los relatos que contamos construyen sentido y dan forma al mundo que habitamos, de ahí, que la mayoría de los chistes de suegras contemporáneos se enfoquen en la muerte de la suegra o en el deseo del yerno de que esto suceda no es casualidad. “Pitonisa: Veo en la bola de cristal que muy pronto va a morir su suegra. ¿Y no ve si me caerán muchos años de cárcel?” o “―¿Sabes que se ha muerto mi madre? ―¿De qué ha muerto? ―De cataratas. ―¿La operaron? ―No, la empujó mi marido.” o también: “―¿Oye, de qué se murió tu suegra? ―Pues, estaba cosiendo y se pinchó con una aguja y yo tuve que rematarla para que no sufriera”. Es una broma, vamos, ríete. Estos chistes son parte del andamiaje popular que ha venido construyéndose en tiempos y espacios muy diversos, y que hoy por hoy nos toca repensar con una mirada feminista. En esta misma línea, las coplas españolas pueden ilustrar el deseo tanático contra la suegra: “Cuando se muera mi suegra,/ que la entierren boca abajo,/ por que si quiere salir/ que se meta más abajo” o esta otra: “Quisiera ver a mi suegra/ metida en un avispero/ para decirle despacio/ lo mucho que yo la quiero” y esta última: “Para casarme, a tu madre/ le he puesto una condición,/ que si no muere pal año/ la tiro por el balcón”. Por su parte, el refranero español reúne una serie de características en torno a las suegras, que pueden sintetizarse en: hostilidad (“Antes echara uva la higuera, que buena amistad la suegra con la nuera”); interés por el dinero (“Quien dineros y pan tiene, consuegra con quien quiere”); hipocresía (“No te fíes de las nieblas ni de las promesas de suegra”) y maldad, a menudo relacionada con la figura del diablo (“Entre diablo y suegra, sea el diablo el que venga”). También los refranes contienen el deseo de muerte de la suegra, como las coplas: “Estiércol y suegra, bajo tierra”, “La casa, ya labrada; la viña, ya plantada; la suegra, ya enterrada”, “La mejor suegra, vestida de negro”.
En los romances viejos o medievales, esos poemas narrativos populares del siglo XV, existen transformaciones constantes, como es propio de la literatura oral; versiones que hacen y deshacen a su antojo en geografías distintas, que atraviesan las fronteras donde se originaron y van más allá: caminan largas distancias, cruzan ríos, atraviesan puentes porque, antes que nada, los seres humanos que se marchan se llevan consigo las historias, los relatos, los poemas, la memoria colectiva. El “Romance de la mala suegra” es uno de los ejemplos más representativos, aunque no el único, pues es posible rastrar otros de esta misma temática, lo cual hace de ellos un bloque más o menos compacto, no solo en la tradición hispánica sino también europea. La versión cantada e interpretada en guitarra por Joaquín Díaz –músico, folklorista, investigador y divulgador cultural español– es una preciosidad, más allá de lo truculento del relato. Allí se narra la historia de doña Arbola, quien, ya con dolores de parto expresa sus deseos de estar en el palacio real, con su familia de origen. Su suegra le dice que se marche tranquila, con la promesa de atender a su hijo, el Conde, cuando regrese. Pero cuando este vuelve y pregunta por su esposa, no duda en responderle con una mentira: “Tu buena Arbola, hijo mío, ha ido a su palacio real;/ a mí me ha llamado puta, a ti hijo de truhán”. Sale, entonces, el Conde hecho un fuego a buscarla, pues ha decidido creerle a su madre y va decidido a escarmentar a su joven esposa. Todo lo que sucede a continuación es un ascenso en la escala de la violencia ejercida contra Arbola y su hijo recién nacido. Llegado al palacio, el aya lo recibe con la feliz noticia de que el niño ya ha nacido, a lo que él replica: “Ni el infante beba leche, ni la madre coma pan./ Levántate de ahí Arbola, si te quieres levantar/ que si lo vuelvo a decir, ha de ser con mi puñal”. El aya intenta abogar por la joven, recién parida, se pregunta cómo ha de montar a caballo, pero le ponen un abrigo y se la llevan con todo y bebé. No puedo evitar releer este romance, y escucharlo en boca de Joaquín Díaz, entrecerrando fuertemente las piernas porque me retrotraigo a mi pobre intento de levantarme de la cama después de parir a mi hija, a las dificultades para desplazarme los días siguientes, a los movimientos lentos, lentísimos de mi cuerpa recorriendo la casa, a veces incluso en un trecho corto: del sofá al baño, de la cama a la cocina, de la habitación a la ventana. Y compadezco a esta mujer, arrancada de su casa, de su cama, de la seguridad de su hogar, con un bebé recién nacido, forzada a montar a caballo. Arbola comienza a llorar, se da cuenta de que las ancas de su caballo van bañadas en sangre y muere en el camino. Luego, un último núcleo narrativo de índole maravillosa cierra el romance: se trata del niño recién nacido, que comienza a hablar y maldice a su abuela. Como es habitual en los romances, el texto tiene un final trunco, termina allí donde el lirismo encuentra su punto más alto y apela a nuestra imaginación para cerrar toda esta tragedia que se ha abierto frente a nuestros ojos: el cuerpo desangrado de Arbola, el bebé parlante que sabe la verdad, el padre culpable que todavía debe recorrer un buen trecho para llegar a su casa ¿con el cadáver? y la suegra –la mala suegra– sembradora de cizaña entre su hijo y su nuera. Viéndolo así, el Conde resulta ser un instrumento de su madre, señalada como la autora intelectual del asesinato, que en realidad ha cometido el marido. Pero es que históricamente la culpa ha recaído en las mujeres; Eva, Lilith y Pandora son ejemplos de relatos míticos donde nos han enseñado, desde que el mundo es mundo, que nosotras somos las culpables. Siempre.
Cuando después de parir a mi hija no permitieron que mi esposo nos acompañara en la sala posparto, puesto que “no era mujer”, y yo solo atinaba a llorar porque se habían llevado a mi bebé y nadie me daba respuesta, fue mi suegra quien vino al hospital y esperó conmigo a los pies de la cama. Y cuando trajeron de vuelta a esa bebé tan pequeña dentro de una caja transparente que hacía de cunita, y me daba miedo que se rompiera de tanta que era su fragilidad del otro lado de la panza, fue ella quien me enseñó cómo levantarla sin temor. Hay maternajes amorosos de abuelas, de tías, de hermanas mayores, de madrinas, de comadres, de amigas de la familia, de maestras, de vecinas y de tantas otras figuras femeninas que ocupan el lugar de madre sin serlo directamente. Las suegras también.
Ha llegado la hora de quitarles a las suegras el manto de brujas y humanizar a esas otras madres que, lejos de ser nuestras enemigas, son también nuestras aliadas y pueden maternarnos tanto a nosotras como a nuestres hijes. Establezcamos nuestros propios vínculos femeninos y feministas con nuestras suegras y tengamos con ellas un lazo de tú a tú, que nos permita hacerlas parte de nuestra tribu de crianza. Entendamos sus maternidades sin juzgarlas y sepamos que aunque no siempre compartamos su forma de ver el mundo, hicieron lo que pudieron con las herramientas que tuvieron a su alcance. Sepamos también que aunque hayan sido criadas en un contexto distinto del nuestro, es posible sostener conversaciones que nos ayuden a pensar, a replantear y adoptar una mirada crítica sobre los mandatos que rigen sobre la maternidad. Acaso nos podamos encontrar a medio camino y entendamos que son más las cosas que tenemos en común que aquellas que nos separan. Que sea la sororidad, una vez más, el puente que nos ayude a construir maternidades liberadoras. Bienvenidas las suegras a la mesa feminista.