Woman in Gold
Cuando uno se enfrenta a una película cuya trama y desenlace es de conocimiento público, inevitablemente tiene que buscar cómo se cuenta el cuento. Esta película trata de cómo María Altmann (Helen Mirren), la sobrina de Adele Bloch-Bauer, quien posó para el famoso cuadro de Gustav Klimt que con el título de la película enamoró a los amantes del arte, litigó contra el gobierno vienés para rescatar el cuadro que fue robado por los Nazis. Altmann había escapado de Austria durante la Segunda Guerra Mundial y vivía en Los Ángeles cuando comenzó sus gestiones para rescatar el famoso retrato de su tía, que colgaba en la Galería Belvedere en Viena. Para su misión casi inconcebible, reclutó al joven abogado E. Randol Schoenberg (Ryan Reynolds), quien jugó un papel esencial en lo que sucedió. (Como no sé si todos los lectores saben lo que sucedió, no digo nada más.)
La cinta es muy divertida y tiene la suerte de que la química entre Mirren y Reynolds resulta ser tan feliz que es lo que la sostiene. El guión de Alexi Kaye Campbell es rutinario, por ejemplo, la huida de Viena de Altmann y su marido (Max Irons) se convierte en un corre-corre por trastiendas y zaguanes con los nazis en los talones, que hemos visto muchas veces. Sin embargo, gracias al dios de las artes, el escritor crea para Mirren unas líneas estupendas que ella saborea dándose un gran gustazo antes de lanzarlas como si fueran flechas o lanzas. También permite que los intercambios entre Altmann y Schoenberg sean como un concurso de esgrima en que uno de los contrincantes le sirve de blanco pasivo al otro. Es como si el abogado fuera el “straight man” de una versión femenina de Woody Allen. Además, el guión, no sé si intencionalmente, trae a la película el tema de cómo la memoria se debe de mantener viva.
Viendo la cinta desde ese punto de vista podemos brindarle una profundidad que no exhibe en su forma cinemática ni en la búsqueda de los significantes morales del rescate del cuadro, y la diferencia entre convicción y avaricia. Una de las primeras cosas que busca en la red el abogado es en cuánto se valora el cuadro (¡$100 millones!) y admite, en un momento de arrepentimiento, que por eso acompañó a María Altmann a Viena la primera vez. Pero ese tema es despachado como si alguien se estuviera barriendo una paja del hombro cuando María parece no tener interés monetario en los cuadros robados (hay muchos más, mas es el de Adele por el que todo el mundo suspira).
En cambio, las memorias de María van tejiéndose con un pasado que se perdió para siempre y que le sirven para rememorar a su familia, sus padres y sus amigos, que perecieron en el Holocausto. El director Simon Curtis usa retrospectivas que intercalan estas memorias con lo que ocurre en épocas más recientes y vemos cómo la edición fílmica las integra con la sutileza y facilidad con que lo haría la mente. Estos regresos al pasado son muy hermosos y nos familiarizan con la vida de la clase adinerada en la Viena de entre guerras y, en parte, cómo los judíos contribuían a las artes y la cultura. Afloran momentos que son muy conocidos, como la bienvenida a Hitler en 1938 durante el Anschluss o anexión de Austria, que nos recuerdan cómo el país se unió a las ideas del Führer, que era austríaco. Vemos además la degradación y las deportaciones de los judíos que son escenas que los jóvenes deben de ver y apreciar para que no olviden, para que formen memoria.
De primera intención son las memorias de los Nazis las que aterran a María. Sin embargo, hay muchas cosas que no quiere olvidar, y ese olvido que desea evitar la hace revivir escenas de una vida feliz que las horrendas realidades de la guerra quisieron pero no pudieron borrar. En uno de los diálogos sobre el cuadro de su tía, se señala que el nombre de la modelo fue omitido para no tener que revelar que era judía. María se percata que el cuadro en sí es una memoria, un testimonio de alguien que vivió, tenía familia, amigos y una vida. Es evidente que el robo se apropió de la memoria y la maquinaria gubernamental antisemita pretendió borrar quién residía en su centro. Quisieron hacer de la figura en la pintura un mito, un ser sin antecedentes ni significados más allá de los que otorga la belleza del cuadro que evoca una época dorada en Viena que comenzó su evanescencia con el final de la Primera Guerra Mundial y terminó con los vientos huracanados de la Segunda, y como si en esta última el colaboracionismo austriaco con los nazis no hubiera ocurrido. Es curioso que el cuadro se completó en 1907 y es símbolo de la influencia judía en la cultura vienesa y occidental, que fue crucial para la humanidad [Freud, Wittgenstein, Schoenberg (el abogado era nieto del gran músico)]. El antisemitismo fue tratando de borrar de la historia esos hechos; la negación de quién está representada en el cuadro de Klimt es solo un ejemplo de ello. En el filme se hace evidente que el gobierno austríaco tenía en la “Mujer de Oro” un ícono que identificaba el país y a Viena, pero quería borrar el trauma de su crimen contra los judíos y su abierta colaboración con los nazis. Es una de esas antítesis comunes a los movimientos dictatoriales en que una figura que tiene impacto entre el público se manipula para significar lo opuesto de lo que representa.
Esa patraña política e ideológica la combate el deseo de María de recordar a su tía y las vivencias de los primeros veinticinco años de su vida que, a su vez, conmemora los que murieron en los campos de exterminio . Esa lealtad a la memoria triunfa en el filme cuando sus padres, sabiendo que lo más seguro es que jamás la vuelvan a ver, vocalizan su última petición que es que los recuerde.
Cansada de sus derrotas y contratiempos, llega un momento que María declara que se rinde y que quiere “olvidar”. No quiere recordar lo reciente, sino lo que enaltece su origen judío y el regocijo de su vida junto a su familia. Cómo esto está presentado y la honradez de las actuaciones, y en su tributo a la memoria, reside la fortaleza del filme.