Costura y escritura: La bendición de Rosalía, novela de Marithelma Costa
Desenmarañar palabras, enlazar palabras, cambiarlas de lugar y también de peso y sentido son poderes del lenguajes. Por intangible y evocadora la palabra es fantasma. Esa fugacidad convierte a cada libro en crónica de los hechos de los muertos. Los hechos de los muertos tienen el poder de permanecer si se consignan en la memoria o en el soporte de una biblioteca. El homenaje que Marithelma Costa le ha rendido a su ancestra es un libro de fantasmas.
Hace un tiempo, Marithelma descubrió la existencia de una bisabuela que merecía un reconocimiento. Me refiero a lo desprotegida que fue su vida, por razones de género y clase. Le costó escribirla, porque siempre cuesta romper los sellos de los secretos familiares, y más cuando se está lejos, por años, de estas islas y se desconoce qué poderes le restan a las familias de los secretos y cómo lo ejercen.

Portada de La bendici’on de Rosalía, de Marithelma Costa
Pero el libro que le costó escribir, está hecho de risas, astucia y una tónica caribeña fiestera a lo largo de la laguna Estigia. Con el auxilio de unos editores bibliófilos, mediante juegos de diagramación y de tintas, salta de un tiempo a otro, de un escenario a otro. En más de un sentido es la historia de una migración perpetua: la de los boricuas que desde el siglo XIX encontraron espacios de supervivencia y resistencia en Nueva York. A la voz de la protagonista, que a ratos se evapora y se pierde, pues el contacto es la escritura de una médium espiritista, se van sumando personajes diaspóricos, como el cayeyano Jesús Colon, el genial Rafael Hernández, y sus parientes, además de secuencias emblemáticas de las luchas obreras, esa historia perdida de una izquierda olvidada, la American Left, que por desgracia perdió voz y presencia.
La bendición de Rosalía es un tapiz hecho de cuentos. La materia prima, los restos descubiertos y reparados en la narración, podrían compararse con un estambre de hilos ovillados, enmarañados. De cómo esos hilos se van separando sin errar las rutas comunicantes entre ellos es la clave del juego. Se integran al tejido objetos de otros espacios: trajes, ropas de bebé, cristalería, perfumes; artes que son respiraderos y muestras del trabajo más fino. Remiten a historias distintas como la de una fábrica de cristales en Bohemia. En el enigma de esa cristalería encontrada en el basement, cerca de los papeles que cuentan la historia de Rosalía, veo un homenaje al poeta Alfredo Villanueva Collado..
En esta recuperación de la figura de Alfredo habría que quedarse un rato. Quienes conocimos la amistad entre ambos escritores sabemos que aquí está Alfredo, a la par, en contrapeso, con Rosalía. En la novela viven Alfredo y Carmelo personajes caribeños residentes neoyorquinos de un linaje particular. Alfredo, tan señorial, figura, en cierto modo, de la vieja tradición de hispanistas asentados en la ciudad, pero siempre celoso de su reconocimiento en esta isla que aún nos interesa.
Leyendo encontré amigos de Marithelma: Tito, Pablillo, Erizo, Paco, Tato Laviera. No es fácil escribir sobre amigos muertos, vivos o imaginarios. Según se va tejiendo el homenaje a la bisabuela, se suman a la trama muchas voces solidarias. Me parece que la mayor bendición de Rosalía es la amistad. Los rasgos de una vida de maestra, lectora, amiga y persona aventurera, que confluyen en la autora se recogen en el estilo coloquial del libro. La ciudad de los migrantes parecería no cerrar las puertas a esos encuentros fugaces, inimaginables en las historias segregadas que caracterizan los cientos si no miles de libros ambientados en ella: leemos una conversación de las costureras con Dorothy Parker en el Algonquin; leemos un encuentro entre Lorca y el hijo de Rosalía en Grand Central Station. Vemos a Albizu Campos en una tertulia en el Harlem negro, en compañía de Jesús Colón y Rafael Hernández. Todo es concebible en una cabeza lectora oriunda del Caribe, mar abotonado de islas (Palés), con el horizonte controlado, pero solo hasta cierto punto.
La novela es una memoria del maltrato y también un reconocimiento de la alegría como fuerza cultivable. Si la primera parte narra la resistencia de una niña elegida por capricho para hacerla madre y esclava, la mayoría del monumento que es la novela es un tributo a la memoria de la fugitiva y una conversión ruidosa de la muerte en energía justiciera.
De un San Juan de entre siglos y tras un naufragio que le perdona la vida, el personaje llega a New Jersey y a Nueva York, y a la bendición de amistades solidarias. Nueva York la del barullo de los barrios de migrantes que escapaban de las guerras europeas y las hambrunas y la servidumbre para encarnar nuevas guerras territoriales y dar vida a las mafias y las masas obreras, llenar las calles de muertos, de música, de luchas políticas sindicales y libertarias, de los olores del mundo viejo. Desde el siglo XIX Nueva York fue además una retaguardia de las guerras de independencia en el Caribe, y de las guerras del hambre, porque en las islas no había más trabajo que el del campo. A las factorías del Nueva York y Chicago, sin aprender ni jota de inglés fueron a parar Rosalía y también mis tías.
La novela le da la vuelta a objetos mágicos, sesiones espiritistas, extraños amigos vivos y muertos, como si de un carnaval se tratara. No creo que haya en el mundo pueblos superiores a otros en su fuerza lúdica. Es curioso que costara tantas vidas y generaciones acomodarle una tumba a un egipcio de la nobleza, como si el sufrimiento de generaciones de humanos tuviera equivalencia en la alegría de uno solo. Ese no es el libro de los muertos que merecemos. Merecemos el relato de los valores de Rosalía y llegan justo a tiempo, como si la autora hubiera decidido que de todos los libros de muertos escoger las secciones más absurdas, enloquecidas, rebeldes, pícaras y engañosas.
¿Por qué?
Yo siento que he perdido a toda mi familia migrante. Y sin embargo, somos pueblo porque nos hacen falta. ¿Qué es una novela como esta sino una forma memoriosa de dejar apuntes que en secreto se relacionan con otros hilos?
Unas palabras sobre la forma. La novela arranca con la presencia de una figura mítica de la migración boricua en un espacio casi uterino, pues es el recipiente de otros espacios. Ese lugar del desdoblamiento de la forma en una infinidad de objetos es. O fue: el basement.
El basement es o fue la comarca de otra figura del imaginario popular: el súper. Quien que haya pasado del medio siglo de edad y haya residido en algún edificio de Nueva York, probablemente destruido ya, no recuerda al menos un súper; quién no trató con un súper memorable. En este caso, es dominicano de origen y tiene una ahijada dominicana que interviene como mensajera, intérprete, investigadora.
El proceso de ir buscando en los misteriosos legados del subsuelo va revelando primero la figura de Rosalía y , a la par, unos signos capaces de traspasar tiempo y espacio. Y el descubrimiento de una figura necesaria para dar forma al caos de tantos relatos, es decir, una forma que nos recuerda la forma misma de la novela: la bóveda espiritual: otro objeto cerrado, donde el fuego trae el olvido y con él la paz. Para la paz del olvido ha sido imprescindible el recuerdo.
La bendición de Rosalía proyecta humor y algo que no es común nada más que en las novelas corazonadas: el resplandor, a veces ingenuo, pero da igual, de la empatía. Esa tónica, sumada al misterio de una investigación que salta del más acá al más allá, es una provocación, asistida por la labor editorial del diseño, plasmado en tintas y recuadros.
La novela es también historia social de unos años y unas gentes que, tanto como los propietarios de la ciudad, formaron archivos, aunque apenas se recuerden en las islas. Si, además, el archivo viene tan enriquecido por las entrañas de baúles, de bolsillos, de cartas amarillentas, de recuerdos, de hallazgos inesperados, por qué apresurarse a dejarlo ir, a cortarlo, a dar por perdidas esas infinitas capas de objetos encontrados en un edificio achacoso. El mismo mantón que cubre el cofre, con sus flores frescas rasgadas bajo capas de podredumbre, es producto de la escritura del tiempo. Y es así que la forma dominante de esta novela hecha de cuentos como cuentas, se relaciona con una ciudad que no ha cesado de mutilarse y transformarse, sin mirar atrás.
Los personajes, excepto el súper y su ahijada, son espíritus, pero hablan como hablaban hace medio siglo los boricuas. Quizás no hay voz más poderosa que la de un espíritu cuando su transformación es reciente. Walter Benjamin escribió que en el París moderno, donde se gestó la poesía de Baudelaire abundaban los fantasmas. El fantasma no es pues producto de tiempos estables remotos, sino de cambios súbitos y dolorosos; de la modernidad y la globalización.
Los fantasmas de la novela hablan en puertorriqueño y en dominicano, pero no son voces solitarias. La historia de una clase obrera radical, anarquista, internacional, esa coral de voces articuladas y desarticuladas, tuvo una sección de voces del Caribe y son los tonos familiares de esas voces los que dan cohesión a una novela retadora, que se escribió leyendo, transcribiendo y avivando los fragmentos sobrevivientes. Es esta una puesta en escena de la atrocidad desde el interior de esa caja misteriosa alojada en las entrañas del basement, donde también hay restos de otras culturas, de las fábricas de cristalería de Bohemia, del jazz pasado por las aguas francesas de un bolero galante de Rafael Hernández.
Esta novela ambiciosa, planificada conforme a la inteligencia crítica y el ánimo travieso de su autora, es importante también en el contexto de la migración neoyorquina y su literatura escrita en español, que a mi juicio merece más lecturas y estudios de conjunto. Una literatura de origen puertorriqueño, una narrativa de raíces antiguas: el Póstumo envirginiado de Tapia, En Babia y Sebastián Guenard, de De Diego Padró, los trabajos de Amelia Agostini de del Río, Trópico en Manhattan, de Guillermo Cotto Thorner, Nocturnos de Nueva York, de Clara Lair, cuentos de Manuel Ramos Otero, la poesía de Alfredo Villanueva Collado, y en tiempos actuales, las escrituras de Lourdes Vázquez, Myrna Nieves, Pedro López Adorno, Gianina Braschi.
Intervenir en el pasado en transformar el presente. Y vuelvo a las metáforas: novela mural, tapiz. Sincrética, es decir caribeña. Y el cuerpo de la escritora como medio unidad lúcida. En cuanto a los principios de composición del relato, es decir, estructura, métodos, artes y oficios análogos, digamos que: la costura, el tejido, el arte de la cristalería, la cocina, las combinatorias de colores y luces y por supuesto la trama llevada al límite de la coherencia sin que sobre o falte un punto, o una pausa.
Hoy, 16 de febrero de 2025, en Ponce, tan llena o vacía, recordando, que somos pueblo porque nos duele el olvido.