«Herejes», la novela más reciente de Leonardo Padura
Por esa razón leí con fruición la última novela de Leonardo Padura, Herejes, donde pone a Mario Conde a visitar sinagogas y cementerios de sefarditas y asquenazis en La Habana para tratar de resolver los entuertos de una familia judía asentada en Cuba, y quienes esperaban la llegada de sus parientes en mayo de 1939.
En aquel año, el buque SS Saint Louis zarpó del puerto de Hamburgo con 936 judíos a bordo, en busca de asilo en La Habana. Llegaría el 27 de mayo, y allí estuvo varado por dos semanas. Antes de abordar el Saint Louis, cada uno de los tripulantes había pagado $500 a Manuel Benítez González, ex coronel cercano a Batista y funcionario de la oficina de Inmigración cubana en Alemania, con el compromiso de darles acogida en la Isla. Pero cuál sería la sorpresa de los tripulantes al enterarse, tras la llegada del barco, que aquel permiso carecía de validez. Se les negaba así la entrada. Sólo a un pequeño número de visitantes, quienes no venían como refugiados, se les permitió desembarcar.
El SS Saint Louis, con la misma tripulación a bordo, partiría dos semanas más tarde para Miami y luego a Canadá, corriendo siempre la misma suerte, antes de regresar de vuelta a Alemania; de allí los tripulantes irían a parar en Auschwitz. En algún momento durante el viaje, se les habló a los pasajeros de un pago astronómico por permitírseles desembarcar en Cuba. Pero eso era casi imposible, pues habían tenido que dejarlo todo en su huida frente a la amenaza nazi. Pero hubo una excepción. Isaías Kaminsky, cuyo hijo Daniel y su tío Joseph (apodado Pepe Cartera) residían ya en la Habana, cargaba enrollado en su equipaje un pequeño tesoro, una tela con la cabeza de Cristo, firmada y autentificada como original de Rembrandt. Aquella tela, para la cual posó el judío Elías Ambrosius en la Holanda del siglo 17, se heredó de generación en generación por parte de la familia Kaminsky, doctores asentados en Holanda y luego en Polonia. Al no poder desembarcar en La Habana, Isaías Kaminsky se llevó con él su única fortuna, la Cabeza de Cristo.
Pero transcurrido más de medio siglo, aquella misma pieza, la cual llegó a exhibirse en casa de un funcionario cubano muy cercano a Batista, se ofrecía ahora a la venta en una galería londinense. Desde Estados Unidos, Elías Kaminsky, nieto de Isaías Kaminsky e hijo de Daniel( quien a pesar de su origen judío se sentía cubano), se entera de la puesta en venta de aquella pieza. Conocía a fondo la historia del cuadro, y a través de un doctor cubano, quien atendía a su padre Daniel en un hospital geriátrico en Miami, contacta al ex policía y experto investigador privado, Mario Conde.
Y así se ven cruzando y tendiendo los hilos de esta narración donde lo mismo ancla en la Holanda de 1647 como se pasea por las calles del Vedado y el Malecón de La Habana del 2008. Conde seguirá siendo aquí, como en sus otras entregas, el mismo bebedor y fumador empedernido; intentará ahora oficializar con matrimonio su romance con Tamara (ahora viuda); y seguirá en la jodedera entre sus amigos, El Flaco, que no es flaco, Yoyi Palomo, y hasta se reencontrará con su antiguo jefe en la policía, Manolo (apodado el bizco).
La novela se divide en capítulos, tal cual si fueran un libro bíblico: Libro de Daniel, Elías, Judith y Génesis. En cada uno de ellos nos adentramos a épocas y ambientes distintos. Por ejemplo, en el libro de Elías se recorren las calles, la Jodenbreestraat, avenida ancha de los judíos; atravesamos sus puentes, marcando el paso de los judíos a través de la ciudad de Amsterdam en el siglo 17. En esta parte del “libro”, los años se indexan de acuerdo al calendario judío. Nos adentramos al taller de Rembrandt, y casi como si estuviéramos haciendo un recorrido guiado, se van explicando los matices, las sombras, los tintes ocres, los reflejos en los espejos, además de conocer a los modelos en el taller del Maestro Rembrandt; y también nos enteramos ahí de sus penurias económicas. En 1645 allí entró Elías Ambrosious Montalbo de Ávila siguiendo su sueño de ser pintor. Antes tuvo que trabajar allí como un simple criado para luego aprender a pintar, posar y retratarse en aquella Cabeza de Cristo. Pero no fue fácil, pues el pintar aquel semblante iba en contra de dos severas restricciones de su fe judaica. Primero, por pintar la imagen de Jesús, a quien no consideraban como el Mesías, y por quien aún aguardaban. Y segundo, por pintar una figura humana, prohibido entre los judíos. Ante la duda, pues su fe lo mantenía anclado dentro de aquel refugio para los judíos que era Amsterdam, consultó al rabino, el jajam Ben Israel. Y allí, ante aquella crisis, entre la fidelidad a sus ancestros o serle fiel a sus ansias de libertad para ser pintor, recibió sabios consejos de su jajam y del Maestro Rembrandt:
“Usted me cambió la vida Maestro, y no solo porque me enseño a pintar—reflexionará Elías Ambrosious. Mi abuelo, el jajam Ben Israel y usted han sido lo mejor que me ha sucedido, porque los tres, cada uno a su manera, me enseñaron que ser un hombre libre es más que vivir en un lugar donde se proclama la libertad. Me enseñaron que ser libre es una guerra donde se debe pelear todos los días, contra todos los poderes, contra todos los miedos.”
Y lo recordaría justo cuando su propio hermano habría de delatarlo por haber pintado aquella cabeza de Cristo, es decir, por ser ahora un hereje.
Y ese mismo motivo, la lucha por nuestra propia libertad en medio de ideologías que prometen una redención la cual nos encarcela, servirá como hilo conductor desde las sinagogas de Amsterdam hasta las calles y corrillos de La Habana hoy día. Por allí, por la calle G y el Malecón, se dan cita hoy toda una fauna de roqueros, punkos, heavy metals y unos “emos” quienes lucen peinados de lengüetas y visten con mangas rosas, para esconder heridas auto infligidas en rechazo al cuerpo.
Con ellos topará Conde luego de visitar a uno de los nietos de la familia Kaminsky, residentes aún en La Habana. Al salir de la casa, en búsqueda de pistas sobre el cuadro, se cruza con una de las nietas de la familia, Yadine. Viste y se maquilla como emo, pero está desconsolada ante la desaparición de su compañera sentimental, Judy Torres. Yadine conmina a Conde ayudar a encontrarla. Y así el destino acercará aún más las pistas y los avatares de aquel cuadro. La amiga desaparecida, Judy Torres, es hija de un funcionario del gobierno cubano, caído en desgracia por manejos turbios; en la residencia de aquellos funcionarios se exhibió alguna vez aquel cuadro de Rembrandt. En rebeldía frente a la podredumbre moral en su entorno familiar, aquella joven, Judy Torres, intentó buscar un espacio de libertad entre los “emos” de La Habana. Y Conde, junto a su antiguo jefe de la policía, la encontrará en el fondo de un pozo, desangrada tras rebelarse contra aquellos mismos “emos”, con quienes una vez compartió ansias de libertad.
Al final, un viejo mensaje, descifrado por Conde al despegar el tafelet (cuaderno de apuntes gráficos) encontrado entre las pertenencias del pintor judío Elías Ambrosius, unirá los hilos de todas aquellas historias:
“He estado pensando en cuántas cosas debemos cambiar los hijos de Israel para alcanzar una vida más feliz en nuestro tránsito por la tierra…no podemos vivir condenándonos unos a otros porque unos piensen de una manera y otros de una forma diferente. Hay mandamientos inviolables, relacionados con el bien y el mal, pero también hay mucho espacio en la vida que debería ser solo cuestión del individuo.”
Palabras con luz, con las cuales el autor, luego de haber atravesado tiempo y espacio, parece decirnos casi con un guiño final, “a quien le caiga el sayo que se lo ponga.”