Rastreando influencias y afinidades
“Welcome to your life, there’s no turning back.”
—Tears for Fears
Estas cavilaciones sobre la condición frágil en la que se encuentra la educación superior me llevaron a recordar cuándo fue que decidí convertirme en un profesor universiatrio. Mis memorias son algo vagas; sin embargo, de acuerdo a la narrativa de mi vida que puedo construir hoy, fue en la preadolescencia cuando comenzó a germinar la semilla profesoral en mí. Hubo dos influencias muy diferentes durante este periodo. La primera fue –y sigue siendo– mi madre, Lydia Cáceres Echandi. Mi mamá siempre ha estado involucrada en el campo de la Educación, tanto como maestra, principal de escuela, así como profesora universitaria. A finales de los 1970s, ella comenzó a dar clases nocturnas en el Colegio Universitario de Humacao. En ocasiones, solía ir con mi papá a buscarla por las noches. Cuando llegábamos temprano, presenciaba la parte final de las clases que mi mamá enseñaba. Me impresionaba grandemente cómo los diálogos en esos salones de clase generaban un nivel dinámico de energía muy excitante y muy diferente a lo yo estaba experimentando en mi primer año en un colegio católico.
La segunda influencia proviene de la cultura popular mediática. Una de mis series televisivas favoritas durante el final de los 1970s y el principio de los 1980s fue The Paper Chase. Esta serie está basada en la película del mismo nombre (la cual, a su vez, es una adaptación de la novela de Jon Jay Osborn Jr.) y la cual le ganó el Óscar al mejor actor de reparto al actor John Houseman. Ambas giran en torno a un grupo de estudiantes de abogacía en la prestigiosa Escuela de Leyes de la Universidad de Harvard. La acción siempre se distribuía entre la presencia imponente del respetado y temido profesor Charles W. Kingsfield Jr. (Houseman) y el grupo de estudiantes comandado por James T. Heart (James Stephens), un joven de orígenes humildes que sobresale por su inteligencia y su ética de trabajo. La presencia imponente del profesor Kingsfield –la cual era transmitida impecablemente por la actuación mordaz de Houseman– creaba un aura magnéticamente enigmática sobre el magisterio. El personaje evocaba persuasivamente la tensión entre el pavor y la admiración que los estudiantes pueden sentir hacia un profesor. Kingsfield proyectaba rutinariamente desdén y frialdad; sin embargo, la narrativa dejaba ver periódicamente que esta era una táctica calculada del profesor en su afán por preparar eficazmente a sus estudiantes para lidiar con los retos de su profesión. Aunque la visión de la pedagogía construída en este texto era eficiente, la misma promovía un culto a la personalidad que mitificaba al profesor como una figura inasequible.
Cuando llegué a la UPR en Río Piedras no me encontré con ninguna variación de Kingsfield, por lo menos en lo que se refiere a instructores inaccesibles. Lo que sí hallé fueron profesores abiertos, ingeniosos, generosos y dedicados que transformaban el salón de clase en un espacio simultáneamente retante y placentero. Los estilos de enseñanza de Rosa Luisa Márquez, Ana Lydia Vega, Lowell Fiet, Diane Accaria y el fenecido Emilio Nazario promovían la curiosidad, la creatividad y el rigor intelectual de maneras innovadoras y fascinantes. Estas valiosas experiencias me hicieron entender que mi pasión por las Humanidades estaba vinculada tanto a sus disciplinas como a las maneras ingeniosas a la que las mismas se prestan para convertir al salón de clases en un lugar fantástico donde se puede motivar a los estudiantes a desarrollar su intelecto y su imaginación.
La semejanza principal entre The Paper Chase y mis experiencias, tanto en el bachillerato como en la escuela graduada, lo fue encontrar otros estudiantes que me enseñaron tanto o más que muchos profesores universitarios. Así como James tenía su grupo de estudio y apoyo (Franklin, Thomas, Willis, Elizabeth y Jonathan), yo pude aprender, crecer y sobrevivir por muchos años gracias a la amistad y la solidaridad de Jossianna, Eduardo, Yeidy, Panky, Pablo, Puchi, Dorcas, Ita, Cao, Laura, Javier, Efra, Gildren, Rolando, Lindy, Charo, Chano, Sonya, Guille, Anabelle, Abadha y Luisela. Gracias a este grupo de pensadores, artistas y jodedores pude entender en carne propia lo que significaba ser parte de una generación. El sentido de comunidad que nos unía estaba basado en nuestras afinidades humanistas, las cuales eran parte de nuestras vivencias cotidianas, ya fuese en los pasillos del edificio Luis Palés Matos, en la placita Antonia Martínez, en las calles del Viejo San Juan, en la pista de baile de la discoteca Souvenirs o en las playas de Culebra. El cine y el teatro, la música y la pintura, la filosofía y la historia, la literatura y la teoría nos abrieron las puertas a nuevos mundos de posibilidades infinitas que nos permitían imaginarnos de formas creativas y diferentes. Así, decidí que la mejor manera de compartir con el mayor número posible de personas cómo las Humanidades habían transformado mi vida –mejor dicho, cómo me habían volado la cabeza– lo era convirtiéndome en un profesor de una de sus disciplinas. De esta manera, podría continuar no sólo aprendiendo cosas nuevas constantemente, sino también teniendo diálogos estimulantes y significativos por el resto de mi vida.
Tuve la dicha de recibir una crianza donde la noción de la educación no estaba limitada a pensar exclusivamente en cuán empleable pordría ser yo en el futuro. Mis padres me apoyaron en mi decisión de enfocarme primero en la literatura y luego en el cine porque se dieron cuenta de que esto era lo que me producía un sentido de plenitud y de satisfacción. Quiero creer que la oportunidad que tuve también está disponible para todos aquellos que se aventuren a descubrir las riquezas y los placeres que ofrecen las Humanidades.