El boomerang de la palabra: censura y contra censura en el Puerto Rico del siglo 19
Esta es una colaboración entre 80 grados y la Academia Puertorriqueña de la Historia en un afán compartido de estimular el debate plural y crítico sobre los procesos que constituyen nuestra historia.
Poco antes de acogerme a la jubilación de la Universidad de Puerto Rico en 2018, participé en el conversatorio Crimen del Pensamiento: la censura literaria en Puerto Rico con motivo de la Semana de la Biblioteca. En estos tiempos en que las censuras explícitas y las camufladas, incluso bajo pretextos diversos y contrastantes como la libertad religiosa y la diversidad protagonizan los debates públicos, circulo este texto breve que preparé para aquella ocasión.
Es creciente mi agradecimiento y reconocimiento a los bibliotecarios y archiveros en su esfuerzo constante por proteger libros, manuscritos, periódicos, mapas, videos, carteles y discos, entre otros artefactos de la palabra, la imagen y el sonido, y por armar ahora los inventarios digitales en bibliotecas y archivos.

En plena tarea de conservación documental. The Rutgers Puerto Rico Archival Collaboration (PRAC)
Me han invitado a que conversemos de censura, de cuando se cierran páginas en lugar de abrirlas, de cuando se sospecha de la letra, del poder de las imágenes, del saber. La historia reciente de Puerto Rico, como saben, es testigo de burdos decretos de censura a pesar de que nuestra carta de derechos consagra la libertad de expresión, la de conciencia y la de imprenta.
Pienso que es crítico que en nuestros días los intentos de acallar la palabra, el saber, la expresión sean denunciados. Pero la historia de la censura es larga y obstinada. Antecede al libro y a las bibliotecas. Está anclada en miedos y terrores, en operativos ancestrales de poder y control, operativos que pueden ser simbólicos o de borradura o eliminación física. La letra con sangre entra decían las viejas maestras que creían en la regla; los censores trabajan a la inversa: extraen la letra, la extirpan, muchas veces con sangre.
De mis investigaciones en historia y en comunicación, muchas de ellas iniciadas en la Colección Puertorriqueña, he seleccionado dos episodios o más bien estructuras de supresión que por su incapacidad de suturar representan las paradojas de la censura. Me interesa sobre todo iluminar del acto censor las resistencias que se le enfrentan. No me refiero a la milenaria incitación del ojo por ojo, diente por diente. Eso nunca sale bien.

Robespierre y el período del Terror. Cuando los censurados se convierten en censores (1794).
Cuando los censurados se convierten en censores, con frecuencia la censura intensifica su celo. El censor converso, como ocurrió en la Revolución Francesa con Robespierre, nunca se reconoce como censor. Se apertrecha en un castillo de la pureza desde el cual decreta los peores crímenes, pero, censura es censura, aunque se proteja con el manto de la razón revolucionaria.
No, no es ese tipo de respuesta la que me ha interesado en la historia de Puerto Rico. Hablo de las censuras derrotadas mediante otros estrategias y rostros de la palabra – de la palabra literaria, de la palabra que argumenta y denuncia, pero también de la palabra humorística o de la palabra que burla al censor desde el ridículo, desde la sátira, desde la parodia.
La primera instancia de censura que quiero recordar aquí se me reveló en una de las primeras investigaciones que hice para el Centro de Investigaciones Históricas, y que trataba sobre la Inquisición. Yo estaba examinando un tesoro: los Archivos Parroquiales de San Antonio de la Tuna, que era como se llamaba Isabela hacia el último tercio del siglo 18. Lo que encontré en el Libro de Visitas del párroco de ese pueblo de dos calles que era La Tuna fue una copia de un decreto de la Inquisición de Cartagena de Indias, hoy Colombia, a la que estaba adscrito Puerto Rico.

Fachada del Palacio de la Inquisición en Cartagena de Indias. A la ventanita con la cruz en la parte superior se le conocía como la Ventana de la Denuncia.
Ese decreto fue leído en misa en un domingo de 1790. Hacía menos de un año que había estallado uno de los eventos que marcan el nacimiento de la modernidad: la Revolución Francesa. El trono y el altar estaban bajo asedio. Del otro lado de los Pirineos, la monarquía española y su brazo religioso, la Iglesia, ven con horror la posibilidad de que haya un contagio de las ideas revolucionarias y anticlericales en la península y en el imperio de ultramar. La Inquisición, el cuerpo policíaco y tribunal cuyo poder era aún incontestado, extrema sus amenazas.

La Revolución Francesa pone a trabajar horas extras a la Inquisición.
¿Qué decía el decreto inquisitorial? Era una lista de libros prohibidos, la mayor parte de ellos escritos en francés. En Puerto Rico, en ese momento, sólo una minoría leía: funcionarios, hacendados ilustrados, sacerdotes. No había imprenta, ni librerías, ni universidad. Me imagino esa mañana dominical, a los jíbaros que bajaban de los campos y las pocas “familias bien” del recién nacido pueblo, oyendo un interminable listado de títulos en francés que el pobre cura apenas podía pronunciar y menos saber a qué se referían, aunque muchos morían por saber. Sobre todo, me imagino el morbo oculto de las dignidades del pueblo al leer el apartado más jugoso del decreto de censura y que rezaba así: LIBROS PROHIBIDOS AÚN PARA AQUELLOS QUE TIENEN PERMISO PARA LEER LIBROS PROHIBIDOS. Aquella congregación no se levantó en contra de la censura, no eran tontos ni ingenuos; el decreto era sumario y las penas para los que lo transgredían podían ser severas. Pero las consecuencias no buscadas por los censores al decretar la lectura del edicto resultaron quizás más peligrosas a la larga.
Nada atrae más que lo prohibido y lo cancelado; nada alebresta más la fantasía que el imaginar cuerpos y sexualidades tapadas, y sobre todo porque el poder de esa imaginación se desplaza con frecuencia a lo político. Nada adelantó más a la democracia en España dos siglos después que el destape de la piel, tras el levantamiento de muchos de los velos de la censura. Un imperceptible pero definitivo interés erótico por Francia siempre ha estado en nuestros imaginarios políticos y culturales, o dicho de otra manera, la intuición de que la libertad de los cuerpos y la libertad de la ciudadanía parten de la misma raíz. Y ello fue y sigue siendo una victoria sobre la censura allá en 1790 y en la actualidad.
La segunda estructura de censura está vinculada a los avatares de un imperio agónico como lo fue España en el siglo 19 y de sus desesperados acólitos/censores en Puerto Rico. Mi investigación para el doctorado en Historia giró en torno a lo que llamo “el afán de la modernidad” de unos sectores en Puerto Rico muy conectados entre sí: los abolicionistas, una incipiente ciudad letrada y los liberales puertorriqueños – algunos independentistas, otros autonomistas-. La hice mayormente sumergiéndome en la rica y admirable prensa del siglo 19 que leí en la Colección Puertorriqueña. En más de una ocasión, Fernando Picó y yo intercambiábamos micropelículas e indistintamente nos reíamos y admirábamos a los estupendos y creativos periodistas puertorriqueños haciendo malabares para trastocar los decretos de la censura que nunca es hermética.
En torno a Puerto Rico, colonia superviviente junto a Cuba del ciclo exitoso de revoluciones de independencia a comienzos de aquel siglo, se dispuso un cerco, un cinturón de castidad para aislarla de las ideas peligrosas: la libertad política, el abolicionismo, el secularismo. La imprenta que había llegado tardía y los periódicos no oficiales que apenas sobrevivían estaban a merced de los censores que ejercían lo que se llamaba la censura previa. El texto lo leía un funcionario cuyo comportamiento se regía siempre por la sospecha y cuyo mayor regocijo provenía de tachar lo que para él era inconveniente. Durante casi todo el siglo había tres temas digamos sagrados, que no podían ser objeto de discusión o atribuciones fuera de las permitidas: la monarquía, la Santa Religión y la esclavitud. Esta última no existía excepto cuando era transgredida, es decir, cuando se fugaban los esclavizados y aparecían los anuncios de búsqueda y captura en la prensa.

Prohibido hablar contra el rey, la religión y la esclavitud. “Rescate”, grabado de José R. Alicea (1973).
En un país ceñido por el control de la palabra, aunque para 1869 se extienden algunos derechos constitucionales a Puerto Rico, los desafectos al régimen tenían que ingeniárselas para burlar la censura. Y lo hacían de varias maneras, con una mezcla de humor, argucia y jaibería, todas tácticas del débil ante el poder que se pensaba omnímodo.

Manuel Fernández Juncos. La historia exótica como disfraz
Sobre Manuel Fernández Juncos, otra anécdota. Para burlar la censura, el editor de El Buscapié se refugiaba en historias exóticas. Si quería denunciar un despotismo, publicaba epigramas, una versificación satírica que ubicaba, en escenarios lejanos. Un célebre epigrama suyo que tituló “En Turquía”, hacía trizas al gobernador de turno mientras hablaba de jeques, harenes, túnicas y camellos. Todo el mundo entendió, excepto quizás el censor y el Capitán General.
Vuelvo a Brau. En el semanario Don Domingo, el periodista publicó una columna titulada “Botánica colonial” que giraba en torno a una fruta tropical, el mamey, su etimología y sus atributos. O al menos así parece. En realidad, era una burla sobre los que obtienen cargos en la administración colonial, aunque no están cualificados, lo que hoy llamamos batatas. Juzguen esta línea: “Nosotros conocemos personas que deben su existencia al régimen alimenticio reconstituyente basado en el mamey y administrado a altas dosis, en todas sus formas aplicables.”

Las frutas convertidas en apetitosa crítica.
Con el decreto de la Inquisición, la censura atizó el deseo, fue bumerang que provocó lo que quería contener; en el manejo de la palabra de nuestros ingeniosos periodistas , el estado colonial y la censura quedaban en el ridículo . En ambas instancias, es la palabra misma la que derrota al poder desde su maravillosa capacidad de desborde y transformación.